Juan Pablo Cárdenas S. | Domingo 14 de marzo 2021
Si actualmente no nos rigieran tantas restricciones por la pandemia, pensamos que desde el primer momento que el Gobierno decidió trasladar a alguna parte el vetusto monumento del general Baquedano en el centro de Santiago, el pueblo habría salido airoso a las calles a celebrar tal decisión. Excepto la más rancia derecha y los que piensan que para servir al sistema y al orden constituido en Chile es necesario mantener como nombre de las calles y monumentos a cuantos asesinos y corruptos han poblado nuestra historia.
Recorrer las ciudades y pueblos tiene olor a sangre. Tropezarse con militares y políticos cuyos nombres y estatuas nos hablan de como vertieron la sangre del pueblo en innumerables acciones de violencia, odio y despojo y que han construido esta larga y angosta “faja de tierra”. Ya sea torturando y matando a sus connacionales o causando el horror en tierras vecinas.
La lista es muy larga desde nuestra Independencia hasta el presente. Es necesario pasar por las innumerables matanzas gubernamentales y castrenses que ocasionaron, por ejemplo, las horrorosas masacres de nuestra Pampa salitrera, o las de Ranquil y las de los poblados obreros de todo el centro y el sur del país. Desde Santa María de Iquique hasta el llamado proceso de la “Pacificación” de la Araucanía, donde hasta hoy nuestra principal etnia lucha por recuperar sus derechos y propiedades reconocidas por O’Higgins y otros Libertadores con la Fundación de nuestra República.
Desde el Morro de Arica hasta la lucha por el exterminio de nuestros pueblos autóctonos de la Patagonia. Territorios todos conquistados con el apoyo de los intereses de los llamados emprendedores foráneos. Ayer dueños del nitrato y hoy del cobre. Propietarios asentados en todos nuestros bosques, costas, manantiales de agua y altas cumbres que tienen como gendarmes a nuestros “valientes soldados”, según reza el Himno Nacional. Que tantas veces el pueblo chileno entona sin darse cuenta de lo que allí se dice en demérito de nuestra independencia y honor castrense. Sin contar cuántos chilenos y chilenas han sido ultimados por “elementos disuasivos” de nuestras ramas de la “Defensa” y Carabineros. Los que no solo matan y mutilan estallándoles las caras a centenares de combatientes. En un país en que, a todas luces, se ha convertido en el principal violador de los DDHH del Continente.
En una ceremonia ridícula, como siempre, en torno al monumento de Baquedano, un grupo de efectivos castrenses ofició un homenaje de despedida “temporal” como fue advertido. Marcialmente, con banda instrumental y por supuesto echando mano a los cuantiosos recursos que tienen para solventar todas sus payasadas nada de entretenidas.
Su propósito es restaurar el caballo y a quien lo monta. Vayamos a saber si alguna vez la estatua va a volver a cruzar Santiago y si el pueblo que ya despertó en Chile lo va a permitir sin condenarlo a la hoguera de nuestro infierno histórico en el que él y tantos otros debieran fundirse para siempre.
Ahora se trata de saber quién seguirá a Baquedano. Si el propio Pinochet (que aún no tiene monumento) y su cómplices y secuaces de la Dina, la CNI, de las grandes ligas empresariales que lo alentaron y también lo traicionaron. Si el propio busto de Jaime Guzmán, su gran inspirador, como en su hora también lo fue Diego Portales, ambos asesinados, por lo demás.
Vaya que bien lucirían nuestros premios Nobel en el centro de la Capital. O Violeta Parra, Víctor Jara y otros tantos valiosos luchadores de nuestra historia. Cuánto quisiéramos que los principales nombres de escritores, artistas y líderes sociales re bautizaran nuestras calles, pueblos, parques y avenidas. Que los bellos vocablos de nuestro patrimonio cultural les recordaran a las nuevas generaciones los más bellos poemas y melodías de un Chile que sabe a naturaleza y nobleza profunda. Que tiene olor y sabor a rebeldía. A hermandad continental.
Todo esto para deshonor de nuestros uniformados y grandeza de quienes nos gobernaron con justicia. A los que el pueblo largamente venera sin que sus nombres sean rememorados en las calles o paisajes urbanos. En cambio, recibimos la imagen de que la violencia, el terrorismo de estado y la impunidad son loables si persiguen reafirmar la identidad patriótica y aplastar la necesaria readaptación histórica de las naciones. Y, por supuesto, si sirven para mantener ejércitos de zánganos para la conservación de lo que existe y en defensa de los ganadores del pasado.