LA TERCERA - 28-08-2022
"Vas a terminar tirada en una zanja”, eso era lo que Camila Sosa Villada escuchaba de boca de su padre cuando ella aparecía vestida como una chica. Sosa Villada lo cuenta en Las malas, el libro autobiográfico en donde narra su vida como joven mujer transgénero, o más específicamente como travesti, la identidad que la reconocida y premiada autora argentina suele usar para presentarse ante la prensa y ante sus lectores. El padre le repetía esa frase como un edicto del destino, la consecuencia inevitable surgida de la combinación de ciertos elementos, como un pedazo de roca que cae por una pendiente. En este caso, la suma de los factores daba como resultado un cuerpo -el de la hija travesti- a merced de la violencia, del abuso y de la enfermedad, cuyo punto final es siempre una muerte trágica. Para refrendar aquel edicto tenía a su favor la historia, la cultura y la crónica roja de los noticiarios: desde lo que describió José Donoso en el Lugar sin límites y Pedro Lemebel en su crónica sobre La Madonna de calle San Camilo, hasta la recopilación estadística de los crímenes de odio. Las travestis salen a la calle y enfrentan un acecho permanente, es lo que ocurría y sigue ocurriendo: Nacha Palma era el nombre de una de ellas. Su cuerpo apuñalado y quemado fue encontrado hace tres semanas en Valparaíso. Frente a ese destino -terminar tirada en una zanja- lo que queda, según la costumbre, es ceder al miedo o a la resignación.
Recordé la frase del libro Las malas cuando vi en la franja ciudadana de la campaña del Rechazo la historia de un hombre identificado como Alejandro, quien aseguraba haber ejercido el comercio sexual como travesti. La premisa de su testimonio era que parte de lo malo que le había ocurrido en la vida era producto de la falta de amor: “Si en Chile nos quisiéramos más no habría tantos crímenes”, repetía. Explicaba, además, que había llegado a esa conclusión después de que uno de sus clientes lo baleara a escopetazos cuando le exigió que le pagara sus servicios sexuales. Alejandro llamó a eso un “accidente”. Subrayaba que, en el momento del ataque, su victimario estaba acompañado de su hijo. Pese a la gravedad de las heridas, Alejandro habría decidido no presentar denuncias contra el agresor para no dejar al niño sin padre, y calificaba esa inhibición como “un primer acto de amor”, que lo dejó “en paz”. Luego hacía una analogía entre su decisión y el proceso constitucional en curso, saltando de un crimen a una propuesta política como si se tratara de asuntos homologables: “Por eso mismo no me trago la Constitución hecha con rabia”. Los constituyentes eran para él símiles de su cliente iracundo. Apelaba, por último, a la redacción de otro texto distinto a la propuesta plebiscitada, uno que partiera con la pregunta: “¿Y si nos quisiéramos más?”, lo que en este caso, y siguiendo la lógica del relato, significaba evitar buscar justicia.
Después de la exhibición de la franja, que levantó una polémica intensa, se descubrió que el relato presentado como testimonial no lo era totalmente, tenía algo de realidad y algo de maquillaje: los personajes existían, la agresión también, pero la situación era más compleja que la presentada en pantalla. Además, su protagonista había aceptado participar en el video como un actor al que se le pagan honorarios, no como un adherente a la campaña que apoyara la opción Rechazo y buscara aportar con su biografía. El hombre presentado como Alejandro efectivamente había trabajado en el comercio sexual y había sido atacado, pero él sí hizo la denuncia de la agresión sufrida. El relato representado no era totalmente ficción, tampoco era un registro documental, sino la recreación manipulada de una historia al servicio de un mensaje final que cumplía la función de una propuesta política que sugería, entre otras cosas, que todo se resuelve modulando las emociones; que las víctimas son las responsables últimas de su propia tragedia, sobre todo si transgreden un orden establecido; que los victimarios son seres faltos de amor, pero intocables si son padres de familia, y por último, que la posibilidad de cambio social es una decisión individual, privada y solitaria que debe rehuir del disenso. Ese es el ideal que ofrecía la franja.
La campaña del Rechazo presentó una variación estratégica respecto de otras anteriores, al reformular los edictos de la tradición que alertaban sobre los límites de lo posible -vas a terminar en una zanja- sin renunciar a ellos, pero dando la impresión de haberlo hecho. Mostraron imágenes de una pareja de mujeres con su libreta de familia y el testimonio de un transformista gay con terror a los cambios. Imágenes al servicio de un mensaje que no se hace cargo de la historia de activismo LGBTI ni de las barreras que debieron sortear distintas generaciones para lograr mejorías y respeto social. Las mismas fuerzas políticas que se han opuesto históricamente a reconocer los derechos de la diversidad sexual, frenando y boicoteando proyectos de ley, ahora ponen en boca de personas de la diversidad sexual un mensaje que reduce la discusión al plano de las emociones, como el miedo, la rabia y una idea descabellada de amor que mezcla el pánico a las transformaciones con la justificación tácita de la violencia ejercida contra una persona trans, difundiendo un guión que fantaseaba con la idea de que la paz se logra sacrificando la justicia. Las barreras persisten, como las zanjas y los cuerpos destinados a sufrir violencia, nada de eso cambia solo con buenos deseos o epifanías amorosas, tampoco calificando la crítica argumentada de odio, ni simulando abrazar la diversidad por conveniencia para luego cerrarles la puerta a los cambios, negar derechos o secuestrar los avances colectivos, impulsados por otros, para provecho pro