COLUMNA DE ÓSCAR CONTARDO: EL MATADERO DE LA CONFIANZA

Oscar Contardo - La Tercera - 26-11-2022

En una antigua entrevista, la actriz uruguaya China Zorrilla, un ícono del teatro y el cine de ambas orillas del Río de la Plata, recordaba sus años de estudiante en Inglaterra, país al que llegó en 1946 como becaria del consejo británico. Zorrilla, conocida en Chile por su rol en la película cómica Esperando la carroza, contaba en esa entrevista que cuando desembarcó en Liverpool los efectos de la guerra aún eran visibles y existía un estricto racionamiento de alimentos. Las autoridades repartían libretas con estampillas que se canjeaban por un limitado número de productos; sin ese documento, sencillamente no era posible comer. La actriz en un momento lo perdió. Desesperada, le pidió ayuda a un amigo que le aconsejó ir a la oficina respectiva y pedir otra libreta. Así lo hizo. Acudió con temor: no tenía cómo probar que su extravío era real, sin embargo, la persona encargada en lugar de sospechar de ella, simplemente le pasó otra libreta y le advirtió que debía cuidar de no perderla nuevamente. Ya de vuelta en su lugar de alojamiento, China Zorrilla encontró la libreta de racionamiento que creía perdida. Por un momento pensó guardarla y así canjear el doble de productos, pero luego pensó que estaba rodeada de personas que habían sufrido la guerra y que, a pesar de todo, se ceñían a la norma y no mentían para lograr más aprovisionamiento, pese a lo fácil que habría sido para ellos engañar a la autoridad. La actriz finalmente decidió devolver el documento con las estampillas extras. La anécdota la contaba para explicar que fue en ese momento que se curó de lo que en muchos países del continente llaman “viveza criolla”, algo que China Zorrilla definía como “un cáncer muy latinoamericano”, que consiste en saltarse las reglas para sacar ventaja en cuanto se diera una oportunidad. Quien no lo haga es un gil, un perdedor. El rasgo cultural descrito por la actriz uruguaya podría describirse como un divorcio o fractura entre el beneficio individual y privado, y el bien común y público: un tejido cercenado, un camino cortado. Allí donde debería existir una circulación fluida de confianzas mutuas entre ciudadanos desconocidos para lograr el bienestar general, solo existen desvíos, atajos, rutas alternativas y tráficos de influencia. La confianza solo es posible entre amigos cercanos, familiares y correligionarios, no como un valor cívico, sino como un subproducto del compadrazgo. Para todo lo que está más allá de los límites de la intimidad, lo que se reserva es un talante suspicaz y una tensión de alerta. Allí donde debería haber instituciones funcionando para el servicio de todos, solo hay camarillas de poder -unidas por la pertenencia política o de clase- dedicadas a sacar provecho mezquino de vacíos legales, información privilegiada o zonas carentes de vigilancia policial. Esa es la experiencia común en una región que tiene como sello de convivencia la desigualdad extrema, no solo de ingreso, sino también de trato, y la debilidad institucional crónica.

En 2014, un estudio del COES, Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, explicaba que nuestro país había mostrado históricamente una mayor confianza en las instituciones que el promedio latinoamericano, pero que a partir de 2011 esa tendencia cambió. Desde esa fecha el desprestigio creció, afectando a todas las instituciones, pero en forma más aguda al Parlamento y a los partidos políticos que llevan casi dos décadas sumergidos en el fondo de la lista de adhesión ciudadana. La Encuesta Bicentenario de la PUC, en tanto, arrojó en su versión 2021 que la percepción sobre la integridad y transparencia de las diversas instituciones -Fuerzas Armadas, iglesias, partidos políticos- no supera el 16 por ciento. Lejos de ser un fenómeno inexplicable, es la consecuencia clara de un cúmulo de factores que abarcaban desde la desidia a la corrupción constantemente disfrazada de irregularidad. La dinámica ha sido la siguiente: primero, el develamiento de una verdad oculta, la exposición de un desfalco o fraude, la intervención tímida de la justicia, seguida, casi invariablemente, de impunidad. Frente a los hechos, la respuesta de dirigentes y representantes políticos hasta 2019 nunca fue de una autocrítica, sino un absurdo reproche a la población, culpando a la muchedumbre de la desafección a las instituciones como si se tratara de una rabieta sin sentido. Negar la realidad, echarle tierra encima y esperar que el tiempo hiciera su trabajo y las cuentas pendientes se olvidaran. Eso ocurrió hasta que la cuerda se tensó tanto que acabó rompiéndose, provocando una crisis mayor reventada en un estallido. A tres años de ese momento, poco parece haber cambiado cuando se ve a parlamentarios haciendo mamarrachadas -uno con una guitarra, otro con un balón de fútbol- para lograr una popularidad bastarda, o utilizando recursos públicos destinados a su trabajo -vales de combustible- como recursos de uso doméstico. A lo que asistimos nuevamente es a la vulgaridad de sacar provecho de la más mínima ventaja, a costa de todos y usando como prenda los votos ganados con promesas traicionadas. La última versión del Estudio Longitudinal Social de Chile dio más pistas del derrumbe de convivencia en el que habitamos: si en 2016 un magro 10 por ciento de las personas consultadas estaba de acuerdo con la frase “casi siempre se puede confiar en las personas”, en 2021 solo un 7,9 por ciento declaró adherir a ella. Cuando la sospecha es lo que cunde y respetar las normas acaba como una costumbre minoritaria y propia de los perdedores, lo que nos depara el destino no es bueno. Todo indica que debemos sentarnos a esperar una crisis aún más grave, una nueva hecatombe que a nadie debería tomar por sorpresa, porque ha sido largamente anunciada por investigadores sociales que, con la evidencia disponible, pronostican un futuro abierto a un fracaso colectivamente construido y amargamente compartido. Un porvenir labrado por la irresponsabilidad y la frivolidad de dirigencias políticas que hicieron de la viveza criolla un modo de vida, y de la democracia, una bolsa de poder y dinero disponible para el goce privado y el escándalo público.