Por Paula Escobar - La Tercera - 04/03/2023
Primero: ni chocolates ni flores. El 8 de marzo es una conmemoración. Se recuerdan marchas (trabajadoras textiles en 1857), incendios (la Cotton Textile Factory, en 1908, y el de la fábrica Triangle Shirtwaist, en 1911, ambos en Nueva York), movilizaciones varias, que dieron origen a que la ONU declarara en 1971 el 8 de marzo el Día Internacional por los Derechos de la Mujer y la Paz Internacional. No es para darles un día “especial” a las mujeres (uno de 365…), sino para recordar de dónde venimos, cuánto ha costado llegar acá y comprometernos -mujeres y hombres- a lograr lo que falta para que haya plena igualdad de género. Es cierto que el vaso está medio lleno: de partida, podemos estudiar, votar, trabajar en mejores condiciones que las que marcharon en el siglo XIX. Pero falta, y mucho. Algunas cifras: según el Foro Económico Mundial, faltan 132 años para lograr la igualdad. En Chile, tenemos una inserción laboral femenina del 51,6%, 24,6 puntos menos que los hombres: mala nota respecto de la OCDE y Latinoamérica. La brecha salarial se calcula en 20%. Sólo hay 12,7% de mujeres en directorios. Dos tercios de las mujeres han vivido acoso. Las violaciones han subido 30% en una década y también los abusos y otros delitos sexuales (tasa de 24,6 y 93,4 cada 100 mil habitantes, respectivamente: cifras históricamente altas). Las labores de cuidado no remunerado recaen primordialmente en las mujeres y el 98% de quienes no pueden trabajar fuera de la casa por esa razón son mujeres. Solo tienen derecho a sala cuna las que trabajan en empresas de 20 trabajadoras y más. Y somos uno de los países con peor desempeño en el Índice de Equidad de Género del Banco Mundial, conocido esta semana. Estamos en el lugar 96 de 190 países, peor que la mayoría de América Latina, y lejos de la OCDE. El informe del BM también establece que el PIB per cápita podría aumentar un 20% en todos los países si se redujera la brecha de género, y que globalmente faltan más de 1.500 reformas jurídicas para lograrlo.
Y ahí da con un punto clave: los cambios estructurales que hay que hacer. Porque mientras el sexismo es la creencia de que las mujeres son inferiores, la misoginia es un mecanismo de cumplimiento, como establece la destacada filósofa Martha Nussbaum en su último libro, Citadels of pride (gran reflexión sobre acoso y abuso sexual, y las desigualdades de género). “El misógino se atrinchera en nombre del privilegio arraigado y simplemente está decidido a no dejar entrar a las mujeres”. Existen los machistas y misóginos declarados: Trump, Bolsonaro, y sus seguidores esparcidos por el mundo han hecho una “agenda” de ello. Pero, dice Nussbaum, también existen los “pasivos”. Que se benefician de un sistema injusto para las mujeres, que discrimina en razón de género y, sin embargo, no hacen nada por cambiarlo. Ella lo aplica en su libro al abuso y acoso sexual: dice que aunque un hombre no acose o abuse de una mujer, “si apoya y se beneficia de una estructura de poder social y legal que sistemáticamente les niega a las mujeres una plena consideración de su autonomía y subjetividad, son misóginos pasivos, que imponen una desigualdad de poder y privilegio a partir de la cual crecen estos abusos”. Un misógino pasivo, por ejemplo, mira para el techo cuando uno de los suyos acosa o abusa, tampoco pelea por un ambiente libre de acoso/abuso sexual. No lucha por reformas legales que impidan la violencia de género o que la castiguen como corresponde. Pero podríamos extender el razonamiento y decir que un misógino pasivo acepta que se les cargue la sala cuna solo a las mujeres y no a los padres, con lo cual las deja en clara desventaja. O le parece bien que no sea obligatorio tomar posnatal masculino, pero sí para las mujeres. No solo no ejerce la corresponsabilidad, sino que, además, sigue cargando esa responsabilidad por lo doméstico y parental sólo a las mujeres, como reza el estereotipo tradicional. Un misógino pasivo no revisa si en su empresa o institución se les paga igual a hombres o mujeres, o cuán justo es el sistema de ascensos a los cargos altos, o si hay segregación de género en ciertos cargos. Tampoco hace nada cuando va a un panel o reunión en que hay puros iguales a él… Como dice Katrine Marcal, autora del libro ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, no tiene conciencia de quiénes -con sus cuidados invisibilizados- lo han habilitado y le permiten desarrollar sus potencialidades. Los misóginos pasivos, consciente o inconscientemente, son agentes de mantener un statu quo que los beneficia. Este 8 de marzo, en vez de las condescendientes flores y chocolates, mejor pensemos qué estamos haciendo -o dejando de hacer- para que las mujeres vivan y se desarrollen en igualdad de condiciones. Es una meta de toda la sociedad, un imperativo civilizatorio.