Oscar Contardo - La Tercera - 1/4/2023
Ourrió aquí mismo, hace algunos años, pero actualmente parece como si hubiera pasado en otro país.
Al final del verano de 2017, Bruno Villalobos, el entonces general director de Carabineros, dio a conocer, presionado por los hechos, un fraude perpetrado en su institución. Inicialmente la cifra del desfalco llegaba a los 600 millones de pesos e involucraba a nueve oficiales. Con el correr de las semanas el monto defraudado no paró de trepar hasta los 29 mil millones y la trama de imputados se extendió a varias decenas de oficiales. En una edición del programa Informe Especial, en tanto, un teniente coronel en retiro de Carabineros sostenía que el desfalco era parte de la cultura de ciertas áreas de la policía.
En septiembre de 2017, Carabineros anunció los resultados de la llamada Operación Huracán, un trabajo de inteligencia que había permitido detener a un grupo de comuneros mapuches involucrados en atentados en La Araucanía. Para enero de 2018 quedó en evidencia que la operación había sido un montaje. Gracias a ese caso la opinión pública fue enterándose de que la inteligencia policial tenía debilidades pasmosas y que había puesto en manos de un charlatán una investigación en extremo delicada. La Operación Huracán fue un bochorno mayor y acabó enfrentando públicamente a Carabineros con la PDI y con el Ministerio Público.
En noviembre de 2018, la prensa informó la muerte del comunero mapuche Camilo Catrillanca en un operativo policial en La Araucanía. Durante las primeras horas no hubo claridad sobre lo sucedido, cundió la versión de que Catrillanca habría estado involucrado en un robo y en un enfrentamiento. Todo era confuso. La única certeza era que la muerte involucraba al llamado Comando Jungla de Carabineros. Con el correr de los días, Catrillanca pasó de ser sospechoso a víctima. Tres años más tarde, siete carabineros fueron condenados por el Tribunal de Juicio Oral de Angol como autores del delito de homicidio, homicidio frustrado, apremios ilegítimos y obstrucción a la investigación. El prestigio de la institución policial se desmoronaba, la desconfianza aumentaría con el estallido y las jornadas de protesta que se extendieron desde octubre de 2019 hasta los primeros meses de 2020. Durante los días que siguieron a las movilizaciones se presentaron más de tres mil querellas por torturas, violencia innecesaria y apremios ilegítimos provocadas por acción estatal. Entre los denunciados hay 2.987 carabineros. Hasta octubre de 2022, de ese total sólo habían sido formalizados 179. Una situación así de grave no había ocurrido desde la dictadura, cuando la policía estuvo involucrada en crímenes tan espantosos como el caso degollados.
Actualmente existe una crisis de seguridad en el país. Los actos delictivos son cada vez más violentos y la criminalidad vinculada al narco avanza de un modo alarmante. El asesinato del sargento Rita Olivares ha sido la consecuencia más reciente de esa escalada. Para un sector político ese avance está vinculado directamente con el estallido, un fenómeno que la narrativa conservadora ha despojado de todas las demandas sociales que lo originaron, reduciéndolo a una asonada delictiva. Esa reinterpretación de los acontecimientos es acompañada usualmente con una aseveración falaz: que la policía actualmente tendría menos facultades, algo que no es efectivo. Para ese sector político conservador la única manera de recobrar la seguridad en las calles es otorgándole más poder a la policía, casi tanto como para hacerla inmune a la justicia. Asimismo, en su lógica, el mero hecho de considerar que Carabineros necesita hacer cambios y reformas internas para alcanzar mayor eficiencia significa ponerse del lado de los delincuentes. Rehúyen de los hechos y explotan una emocionalidad caldeada por el temor fruto de la inseguridad pública. No consideran necesario establecer controles internos que le permitan a la institución frenar el creciente peligro de corrupción o para detener la infiltración del narco, evidenciada en investigaciones de Ciper. Tampoco creen que es urgente preparar de mejor manera a los carabineros en sus operaciones, ni menos producir un trabajo de inteligencia de calidad. Ese sector político responde los argumentos que dan los especialistas y la historia sobre los peligros del estado policial que proponen con teorías tan absurdas como identificar en la figura de un perro callejero la fuente de todos los males. Asimismo, difunden la idea de que un cuerpo policial es, más que una institución de servicio público formado por personas con virtudes y defectos, una especie de organización ungida por una esencia metafísica que debe mantenerse ajena al escrutinio democrático y a la que se le debe ofrendar cada tanto un sacrificio legislativo que recorta derechos civiles. Así sucedió cuando fue aprobado el control de identidad preventivo, que supuestamente iba a ayudar a disminuir la delincuencia, pero cuyo efecto ha sido nulo. Para demasiados dirigentes políticos lo único que se necesita para acabar con el crimen es blindar a Carabineros del control civil, librarlos del escrutinio de la justicia, algo que no es lo mismo que mejorar o hacer más efectivo su trabajo, sino acercarlos al ámbito de la impunidad, como ocurre con el proyecto de “legítima defensa privilegiada”, aprobado en la Cámara de Diputados. La deriva autoritaria ha llegado al punto crítico en el que los argumentos no cuentan, tampoco la historia (ni la reciente ni la pasada). El único ejercicio que interesa es trazar una línea que separa a buenos de malos, que identifica orden con gatillo fácil y asimila libertad con miedo.