COLUMNA DE ÓSCAR CONTARDO: UN DEJO DE ADMIRACIÓN

Oscar Contardo - La Tercera - 03/06/2023

No sé si Jesús de Nazaret, la figura histórica, fue realmente el hijo de Dios, ni si resucitó, ni si Él hubiera querido crear una religión distinta de la que originalmente practicaba. Lo que sí me parece bastante claro es que, como hombre mortal, la figura del hijo del carpintero encarnaba un peligro para los gobernantes de su época, una molestia que las autoridades resolvieron deteniéndolo y torturándolo hasta provocarle la muerte. Siglos más tarde, la religión organizada en torno a la figura de Jesús y a su mensaje eligió como símbolo la cruz, justamente el método de tortura al que fue sometido. Una decisión bastante coherente si consideramos que el discurso central que predicaba en vida era un asunto novedoso, no solo para las religiones paganas europeas del momento, sino también para la experiencia común y corriente: Jesús decía que había que acercarse al débil, al menesteroso, al derrotado y al enfermo con especial simpatía, y aún más, ser comprensivo con el enemigo. Hasta dónde yo entiendo, en eso consiste el cristianismo, o al menos, desde ahí arranca todo lo demás que luego sería sistematizado y organizado en una religión que en Europa se fusionó con el Estado y que llegaría a tener múltiples vertientes y variaciones, cada una de ellas surgida de una crisis política. Pero una cosa es el mensaje original, y otra, la intrincada y compleja creación institucional posterior que, fundida en la arquitectura del poder terrenal, ha llegado a cometer injusticias y crueldades tan atroces como las sufridas por el hijo del carpintero. En 1376 el inquisidor dominico Nicolau Emeric terminó la agotadora tarea de reunir y ordenar todas las normativas para identificar y castigar herejes. El resultado fue un documento con una argumentación escrupulosa que contiene desde consejos para interrogar herejes hasta detalles sobre la forma adecuada de torturar. En uno de los pasajes de su manual, Emeric explica a los aspirantes a inquisidores: “Cabe preguntarse si se puede torturar a los niños y a los viejos, debido a su fragilidad. Se les puede torturar, aunque con cierta moderación”. El inquisidor dominico no escribió su obra acorralado por los enemigos de la fe y, por lo tanto, presa de una pasión iracunda, sino después de años de ejercer su rol, con la perspectiva, la frialdad y la ponderación que concede la experiencia. Nicolau Emeric era un hombre inteligente, un creyente fervoroso y dedicó su vida a esa convicción.

Uno de los misterios de la religión es la capacidad interna para gestionar contradicciones de manera perdurable, y lograr que personas que se perciben como ejemplos de vida y de bondad sean, al mismo tiempo, seres ominosos y despiadados. Como en la película Soft and Quiet, en donde un grupo de mujeres racistas se reúnen en una iglesia, a espaldas del cura, para planificar su ideario xenófobo, la tranquilidad y mansedumbre externa social -lo que se muestra a la hora del té- les sirve solo como una estrategia para difundir unas ideas tan espinosas como violentas. Hasta donde sé, Manuel Contreras, el implacable jefe de la Dina, era un católico observante, y su amigo Paul Schäfer, un cristiano fervoroso que llegó a Chile liderando su propio culto.

Han pasado casi 50 años del Golpe de Estado y 30 del Informe Rettig, que documentó de manera consistente y fehaciente el modo en que el régimen encabezado por Augusto Pinochet hizo de la persecución política una práctica sistemática. Los detalles de los apremios y torturas a los que fueron sometidos miles de hombres y mujeres, niños y ancianos, son abundantes y perturbadores, sin embargo, aún hay quienes, como el consejero republicano Luis Silva, sostienen que toda esa oscuridad no es más que una mancha de la gestión de la dictadura. Entrevistado por Cristián Warnken, Luis Silva confesó un “dejo de admiración” por el general Pinochet, y explicó que no se debe “reducir” su régimen de 17 años a las violaciones de los derechos humanos cometidas. Habría que disponer entonces en un plato de la balanza a los exiliados, perseguidos, torturados, ejecutados y desaparecidos, y en otro plato, un orden impuesto a punta de fusil junto a un aparente éxito económico que entregó un país de 13 millones de habitantes con cinco millones de pobres, porque esa es la realidad, cuando Pinochet entregó el poder, el 40 por ciento de la población chilena vivía en la miseria (no sé en qué parte del mundo eso podría ser considerado un signo de prosperidad). El consejero Luis Silva tiene todo el derecho a pensar lo que se le antoje y abrazar las ideas que más le convengan. Ganó limpiamente una elección democrática, es cierto, pero no todas las opiniones son ni pueden ser respetables, sobre todo cuando involucran pasar por encima de la dignidad de las personas más débiles, desdeñar la memoria de aquellos cuyos cuerpos aún no han sido hallados. La lógica indicaría que una persona que públicamente ha declarado una férrea fe religiosa, un don que no comparto, pero que respeto, debería estar a la altura del mensaje de la figura sobre la que se formó su Iglesia, aún más si el mismo consejero Silva ha dicho que Jesús es su modelo. Pero no se puede conciliar a un Jesús torturado por sus ideas con el legado de un dictador como Pinochet. Nunca he sido religioso, pero el fenómeno de la fe siempre me ha interesado por la inmensa energía que involucra y la forma en que modela la cultura. Admiro a quienes de corazón se entregan a una creencia; entiendo el sentido que brinda la religión organizada a una vida arrojada a la ausencia de certezas, pero en ocasiones me resulta difícil de comprender la manera en que una fe como la cristiana, que supone adherir a ciertos valores y aspiraciones de bienestar, incluso para los adversarios, sirva para justificar todo lo contrario a lo que se declara, y le rinda honores a la crueldad de un legado siniestro.