Oscar Contardo - La Tercera - 05/08/2023
En enero pasado la revista científica The Lancet publicó un informe titulado El cambio climático amenaza nuestra salud y supervivencia. El estudio expone el incremento de enfermedades relacionadas con el alza de las temperaturas alrededor del mundo: desde ataques cardíacos y limitaciones para los trabajos físicos en exteriores, hasta la malnutrición producto del daño provocado a la agricultura. El artículo recuerda que las personas más vulnerables a los efectos del calor son los niños y niñas menores de un año y las personas mayores de 65. La investigación incluye hallazgos sobre los efectos del alza de temperaturas en la población de Sudamérica, por ejemplo, establece que en nueve de 12 países de nuestro subcontinente la exposición a los incendios forestales creció en siete días entre 2018 y 2021, tomando como línea de base el período de 1996 a 2005.
Asimismo, el aumento del número de muertes relacionadas con el calor se incrementó en promedio un 160 por ciento durante las últimas décadas: “En los países donde más ha crecido este indicador en comparación con el año 2000 son Ecuador (1.477 por ciento), Guyana (328 por ciento) y Chile (225 por ciento)”. Otra consecuencia, esta vez indirecta, es la expansión de enfermedades como el dengue, transmitidas por un mosquito habitual en zonas tropicales, que ha avanzado hacia las regiones habitualmente templadas de Argentina y Uruguay, impulsado por las nuevas condiciones climáticas.
Es verano en el hemisferio norte. Las últimas semanas los mapas térmicos mostraban manchas de un rojo profundo cubriendo el océano Atlántico, que se oscurecían hasta alcanzar el negro a lo ancho del mar Mediterráneo. El norte de Canadá ha estado salpicado de incendios. La paleta de colores para mostrar el incremento de temperaturas está quedando en deuda cada temporada, parece no haber transición cromática suficiente entre un colorado intenso y la total oscuridad.
Durante julio, las gráficas de meteorología disponían lo que se ha llamado un “domo de calor” sobre Italia y Grecia. La televisión y las redes sociales mostraban el colapso de los cables de electricidad en pueblos y carreteras del sur de Italia: los 46 grados Celsius estaban derritiendo la cobertura aislante del tendido de energía, y el roce entre los cables desnudos salpicaban en chispas como petardos. Miles de turistas tuvieron que evacuar Rodas, cercados por los incendios forestales; decenas de miles de sicilianos quedaron sin agua corriente ni energía para el aire acondicionado por el colapso de una semana en que el termómetro no bajó de los 40 grados Celsius.
Es pleno invierno en el hemisferio sur. En la península Antártica ha llovido en época de nevazones tupidas. En el centro-norte de Chile y Argentina otro domo de calor hace que los días den la impresión de estar transitando de la primavera al verano. La nieve acumulada en ese tramo de la cordillera desde junio se derritió y, hace unos días, en las alturas del Valle del Elqui la temperatura alcanzó los 38 grados.
Es agosto, pero podría ser octubre. Los agricultores de la zona están alarmados, los frutales ya están en flor, y de caer una helada -que sería lo habitual para la época- la cosecha se arruinará. Lo mismo podría repetirse del otro lado de los Andes y del otro lado del océano, en latitudes más bajas y más altas, y no solo con los frutales, sino también con el cultivo de granos por el efecto de las sequías y el calor, desde Texas hasta China. La escasez de alimentos significa alza de precios y un efecto en cadena difícil de predecir en su gravedad.
Julio de 2023 fue el mes más caluroso de la historia desde que existe registro. El secretario general de la ONU entregó este dato con una frase drástica: “La era del calentamiento global ha terminado y ha llegado la era de la ebullición global”. Los hechos son claros y no deberían constituir una sorpresa, teniendo en cuenta las advertencias y los datos recopilados por la comunidad científica internacional. Sin embargo, esos consensos sobre el cambio climático no han sido suficientes para avanzar en medidas políticas contundentes. Las grandes economías responsables de la emisión de gases que han provocado el desborde climático no han cedido lo suficiente como para aliviar la incertidumbre.
No es sorpresa cuando se trata de gobiernos autoritarios, pero ni siquiera la democracia, como sistema, parece estar funcionando para hacerlo. Según un artículo del Financial Times, en Estados Unidos los votantes parecen más divididos que nunca entre quienes confían en la comunidad científica y la cooperación internacional y quienes prefieren creer que las advertencias de la ciencia son una patraña de organizaciones siniestras que buscan controlar el país y el mundo.
Esta corriente, que paradójicamente se expandió y se intensificó gracias a los avances tecnológicos, ve a la ciencia con sospecha y al nacionalismo ultrarreligioso -estadounidense, italiano, brasileño, chileno- como un refugio. Representan una forma de mirar el mundo teñida por el descontento, una actitud que cundió entre los empobrecidos y los decepcionados, y se transformó en una tendencia internacional de rebeldía frente a lo evidente, levantando banderas de una identidad fóbica -racista, machista, odiosa, violenta- frente al conocimiento, pero mansa y funcional para los grandes intereses económicos que rechazan los cambios.
Cada año es más caluroso que el anterior, es un hecho. Pero esa realidad -tan palpable por la experiencia de cualquiera- ya no es suficiente para quienes sospechan de la ciencia y han logrado hacer de su voz y su voto un instrumento de desquite contra la política que los defraudó y, a la larga, contra la democracia.