Oscar Contardo - La Tercera - 19/08/2023
En su novela Estado de malestar, la escritora noruega Nina Lykke describe la crisis de una mujer que se asoma, con desencanto mordaz, a lo que ha sido su propia historia hasta ese momento. Aunque la novela está centrada en su desplome personal, es también una sátira tragicómica sobre la forma de vida de quienes, como el personaje, habitan en una clase media acomodada de un país que representa la cúspide del desarrollo humano. La narración retrata ese sector social a través de Grenda, el barrio al que la protagonista se muda poco después de casarse. En el libro, Grenda es descrita como una urbanización de Oslo originalmente edificada para familias obreras. En los 90 el barrio cambió con la llegada de parejas de jóvenes profesionales que compraron las viviendas a buen precio. Los recién llegados prosperaron pronto y transformaron la zona en una especie de Disneylandia progresista en donde todos votaban a una misma izquierda, los festejos eran comunitarios, no había cercos entre los jardines y los niños de melenas doradas iban de casa en casa como si se tratara siempre de la propia. Un lugar en donde la diversidad era sumamente valorada en la teoría, porque entre sus habitantes solo había personas blancas. En este punto la narradora recuerda que los únicos inmigrantes morenos que llegaron, una pareja india de informáticos, permanecieron apenas medio año, y se mudaron confundidos porque les parecía un despropósito haber pagado tan caro por una casa cuyo jardín no podían arreglar a su antojo sin despertar la muda hostilidad del resto de los residentes a quienes no les parecía adecuado cortar el pasto ni contratar jardineros.
La celebrada novela de Lykke se desarrolla en un mundo muy distinto del nuestro, un país rico, con un orden político y económico diseñado para el bienestar universal. Pese a la distancia, la caricatura de Grenda, con sus habitantes, logra una resonancia familiar muy próxima. Alude a quienes viven en ese espacio de pertenencia de clase y política del que los conservadores suelen burlarse, y que cada vez más es usado por la ultraderecha como objetivo de sus dardos, señalándolo como un grupo que se mueve entre la hipocresía y una intensa pulsión moralizante. Es cierto que hay exageración satírica en la novela, pero vista desde fuera de las zonas de gentrificación, la imagen elitista de cierto progresismo -en Noruega, EE.UU., Argentina o Chile- ha cosechado un resentimiento muy real. A muchos les resulta irritante -por la frustración o la decepción provocada- hasta el punto de apoyar a quien prometa un desquite contundente. La necesidad de una revancha la satisfacen votando por el populismo de extrema derecha, aun cuando signifique ir en contra de los propios intereses: latinos que votaron por Trump, mujeres que votaron por Milei, personas LGBT que votaron por Meloni en Italia o por Vox en España, obreros que votan por quienes les arrebatarán derechos sociales. Por supuesto, la mofa por una izquierda elitista no es nada nuevo: desde que Tom Wolfe acuñó el término radical chic a propósito de la fiesta a los Panteras Negras en la casa de Leonard Bernstein, hasta Totó Romero detallando las costumbres de la whiskierda durante la transición local, la fascinación por el abajismo ha existido con distintos énfasis desde el siglo XX. La diferencia es que la curiosidad etnográfica cómica de Wolfe o Romero ha sido desplazada por la rabia de quienes desde fuera ven confirmadas sus sospechas de que una cosa son los discursos y otra, muy distinta, los hechos. Esa inconsistencia es una de las causas para el veloz desplome del prestigio del Frente Amplio, y en particular de Revolución Democrática.
Es un hecho que el llamado caso convenios está lejos de involucrar sólo a dirigentes políticos oficialistas: la mayor parte de los traspasos de dinero público indagados incumbe a otros sectores y a gobiernos regionales de distinto signo político que el central, pero ese dato se diluye cuando determinados casos son percibidos, más que como el indicio de corrupción, como una traición, no solo al electorado, sino a la propia palabra empeñada.
El caso de las fundaciones, además, constató la percepción recurrente de un gobierno que ejerce el poder desde círculos concéntricos de amistades que se reparten cargos y fondos. Un espejeo de las redes de parentesco y de origen social usuales en la derecha política, sólo que, en este caso, en colisión con una aspiración de igualdad invocada desde una izquierda que se suponía diferente. No era el caso, o al menos, no es lo que se aprecia a distancia.
Entre las promesas del actual gobierno, la principal era avanzar hacia un Estado de bienestar, el sistema que les brindó cohesión a las sociedades de Europa occidental durante la posguerra, pero que para los chilenos y chilenas es un universo desconocido, difícil de imaginar como experiencia. Es cierto que las condiciones políticas han sido adversas, con una oposición brutalmente feroz, pero había que mantener y cultivar un horizonte, algo en qué creer, una tarea que se extendiera hacia el futuro. Quienes debieron procurarlo, no lo hicieron. El daño infligido por el caso convenios es de una profundidad que trasciende lo legal, una gravedad que no parece estar siendo ponderada ni por los dirigentes de Revolución Democrática (responsables directos del desastre) ni por muchas autoridades de gobierno, que se muestran empecinadas en habitar su propio Grenda, sin enfrentar que la peor de las consecuencias no será haber enterrado un proyecto político, sino haber liquidado con rapidez asombrosa la esperanza en un Estado de bienestar. Una idea que, dicho sea de paso, ni siquiera se dieron el trabajo de comunicar tal y como las circunstancias lo exigían, seguramente convencidos de que todos dominaban las mismas referencias, que todos eran parte del mismo vecindario y compartían el entusiasmo propio de los privilegiados.