Juan Pablo Cárdenas S. | Domingo 4 de julio 2021
El Partido Comunista Chino acaba de celebrar sus cien años de vida con una suntuosidad impresionante. Tiene sentido la enorme parafernalia oriental desplegada si se asume que esta organización llevó a su país a convertirse en la segunda potencia mundial, cualquier cosa se piense respecto de esta revolución. El partido de los bolcheviques tiene el mérito de haber consolidado el poder mundial de la Unión Soviética, aunque ahora se haya desmembrado en numerosas repúblicas independientes y los comunistas rusos ya no tengan influencia política en el país regido por Vladimir Putin.
En Europa todavía deambulan por la política un conjunto de partidos comunistas con nula posibilidad de recuperar al poder que ostentaron, aunque en América Latina los comunistas cubanos todavía son un referente revolucionario que puede vanagloriarse de su efectivo arraigo en el pueblo y de haber conducido por tanto tiempo a un país acosado por el implacable bloqueo estadounidense. Nadie puede quitarle los méritos a Fidel Castro, quien además apoyó generosamente las diversas rebeliones populares de nuestro Continente. Entre ellas la resistencia de los chilenos al régimen de Pinochet.
En Chile, actualmente el candidato presidencial comunista es el mejor evaluado por los sondeos de opinión pública y la derecha está muy sobresaltada por la posibilidad de que ahora sea un militante de este partido el que llegue a la Moneda por decisión ciudadana, tal como lo lograra en 1970 Salvador Allende. Sin embargo, nadie puede asegurar si el partido de Daniel Jadue es una réplica del comunismo ruso, chino o cubano, si su candidatura tiene alguna similitud con estos referentes extranjeros, o si el nombre de comunistas habla de una identidad nacional solidaria con los innegables éxitos del comunismo mundial y no de las horrorosas actuaciones del estalinismo o del maoísmo. Aunque por mucho tiempo se consideró al partido liderado por Luis Corbalán como el más dócil al PC soviético.
La Democracia Cristiana tuvo un ascenso vertiginoso al poder a pocos años de su fundación e hizo un gobierno propio con Eduardo Frei Montalva, sin necesidad de aliados importantes. Fundada en los valores del socialcristianismo, esta colectividad surgió como alternativa del capitalismo y del comunismo, pero sus principales dirigentes terminaron justificando la asonada Militar de 1973 para después de 17 años de dictadura abandonar la idea del “camino propio” y hacer coaliciones de gobierno con socialistas, radicales y otros como los propios comunistas. Todo esto bajo los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría.
Se sabe que hoy muchos de sus militantes se encantaron con el modelo neoliberal heredado del Régimen Militar y los más encumbrados en el poder se desgañitaron por traer de regreso a Chile a el Dictador, apresado en Londres, y salvarlo de un juicio internacional por sus probados delitos de lesa humanidad. De lo que resultara la impunidad de Augusto Pinochet y el descrédito de quienes hicieron posible su regreso al país y hasta permitieron el boato de sus exequias.
Hasta la fecha no hay candidato o candidata presidencial falangista, lo que da cuenta de la falta de fortaleza actual de este partido, aunque se estime en general que la senadora Yasna Provoste pudiera ser una buena carta, gracias a sus acertadas actuaciones en el Parlamento y a su forma de encarar al régimen de Piñera. En todo caso, se sabe que hay demócratas cristianos de muy diferente condición ideológica y que se mantienen militando en la esperanza de inclinar a su partido para uno y otro lado del péndulo político. Tanto así que la derecha como los izquierdistas esperan el desenlace de este partido para atraerlos a sus respectivos molinos. Bajo el imperio actual de pragmatismo, con tanta cara de oportunismo, ¿cuánto le quedará a este Partido del ideario de sus fundadores y del propio legado de la Democracia Cristiana Europea? En efecto, está todavía por verse lo que suceda con el PDC, después de que su desempeño electoral se haya precipitado tan dramáticamente como para elegir solo a un constituyente dentro de los 155 que se ocuparán de dictar una nueva Constitución.
Lo mismo ocurre en la derecha con la insólita declaración de un eminente militante de la UDI como Hernán Larraín en cuanto a que el Gremialismo, el partido fundado por Jaime Guzmán, no es de derecha. Y el principal precandidato presidencial Joaquín Lavín se haya declarado como social demócrata. Ni qué decir lo ocurrido con todos los grupos y dirigentes que se pasan fundando nuevos referentes para ocultar su pasado y haberse convertido ahora en los adalides de la democracia y el respeto de los Derechos Humanos. Cuatro postulantes a la Presidencia de la República tiene actualmente el derechismo y que reflejan sus profundas discrepancias y dispersión, a lo que habría que sumar la candidatura de José Antonio Kast, es decir del único que no ha abjurado de sus simpatías con Pinochet.
El desconcierto reina además entre las generaciones más jóvenes que irrumpieron en la política con el llamado Frente Amplio, iniciativa que fue recibida con esperanza por los chilenos desencantados de los demás partidos políticos. Pero a poco andar también se impusieron allí las competencias, surgieron los distintos caudillos incapaces de coincidir en una propuesta ideológica o programática común. Por lo cual su atomización en múltiples referentes incomprendidos por la opinión pública les da muy poca posibilidad de ser una alternativa frente al concierto partidista tradicional y, a lo más, podrán asociarse al socialismo, al comunismo o a otro “ismo” que les ofrezca posibilidad de acceder a los tan apetecidos cargos gubernamentales. A pesar de que cuentan con buenos y jóvenes liderazgos y un buen balance en las últimas contiendas electorales.
Pero el golpe a la cátedra la dio la llamada Lista del Pueblo, un referente que muchos no sabían siquiera de su existencia y que fue capaz de ganar una enorme representación dentro de la Convención Constituyente que esta semana inicia su tarea. Su destacado desempeño electoral se debe al trabajo abnegado y constante de las múltiples y diversas agrupaciones sociales desde donde surgieron sus candidatos y principales voceros. Sin embargo, muchos temen que de legalizarse como partido podrían desperfilarse como expresión social. Lo mismo si se adscribieran a alguna de las actuales candidaturas presidenciales que, por supuesto, están ávidas de hacer alianza con ellos, a fin de ganar votos y, muy posible, fagocitarlos posteriormente.
Por esto no se descarta que la Lista del Pueblo opte por un candidato presidencial propio que remezca el tinglado de las agrupaciones tradicionales y deje en ascuas el acceso a La Moneda de cualquiera de los precandidatos antes nombrados y que, pese a sus diferencias ,pertenecen a la llamada clase política. En efecto, se teme que un eventual abanderado popular opaque a algunos postulantes de la competencia presidencial que ya se inicia y que, posiblemente, mantienen al electorado con las mismas ganas de seguir absteniéndose. Sin embargo dentro de esta nueva expresión política no se sospecha todavía quién pudiera ser su presidenciable, como tampoco su rumbo ideológico, aunque ya se sabe que los integrantes de la Lista del Pueblo son muy radicales ideológicamente.
La gran duda es cuál sería el comportamiento electoral de ese 60 por ciento o más que ciudadanos que ya no concurre a las urnas. Lo que explica tanta dilación en el Parlamento para legislar a favor del sufragio obligatorio.
No ha sido posible en tres décadas que los partidos se disuelvan y se sacudan de tantos errores y fracasos del pasado. Que de sus cenizas surjan las agrupaciones que mejor se proyecten al futuro. Porque, si bien se hace muy difícil concebir una democracia sin partidos, lo claro es que con los actuales nuestra democracia va camino a extinguirse por todos sus vicios, zigzagueos políticos, pobres propuestas y falta de convocatoria.