COLUMNA DE ÓSCAR CONTARDO: LA PALABRA EMPEÑADA

Oscar Contardo - La Tercera - 29/10/2022

Hay conceptos vacíos que se usan como armas y que cada quien rellena como más le conviene. Aunque llamarle “conceptos” es conferirles una categoría que no tienen. Son más bien palabras atractivas pero huecas o frases agitadas como sonajeros útiles a un fin muy evidente: evitar aventurarse en la complejidad de ciertos fenómenos, desentenderse de las responsabilidades que significa sostener un diálogo franco o una discusión honesta. Acudir a estas palabras es ejecutar un movimiento de distracción acelerado: un conejo saliendo de un sombrero, una marioneta parlante encargada de desacreditar al adversario asumiendo una voz ajena que finge ser la propia. Puede ser una palabra útil y práctica, porque empaca la realidad con destreza y le anota un nombre en el envoltorio sin especificar un contenido que permanece incógnito. La palabra “octubrismo”, por ejemplo, acuñada para efectos del estallido evocando el antiguo octubre revolucionario, es una de esas expresiones atractivas, pero sin peso ni anclaje en ninguna definición, en la que cada quien proyecta sus propios miedos ¿Qué es exactamente el octubrismo y quiénes lo ejercen en el contexto del estallido? Nunca queda claro, sin embargo, es pronunciada con la certeza de quien indica que está lloviendo mientras una tormenta lo empapa. Ha sido utilizada sin que nadie se tome el tiempo de definir exactamente qué es lo que supuestamente designa: ¿un estado de ánimo? ¿una actitud política? ¿es “octubrista” cualquier persona que se manifestara durante las manifestaciones de 2019? Lo único evidente es la intención descalificadora de entrada que sitúa la conversación en un espacio tramposo en donde existen unos enemigos poderosos no identificados que disfrutan sembrando el caos y que deben ser señalados cuanto antes y en público. Es también una manera de acusar de violentos a quienes intentan comprender las causas de la violencia y de cerrarle las puertas a cualquier cambio propuesto para morigerar el descontento que la impulsó. Hablemos de “octubristas” y no de las demandas aun insatisfechas. Algo similar ocurre con la disputa por los llamados “treinta años”. Tal como sucede con octubrismo, la expresión da cuenta de un lapso temporal sin más contenido que lo que cada quien tenga en mente cuando lo pronuncia. Hay quienes hablan de ese período desde su propia biografía en el poder como un cantar de gesta que no deja espacio para la crítica externa, una edad dorada en la que desplegaron sus talentos políticos en beneficio de la historia, o más bien de la ensoñación que tienen de su propio lugar en la historia. La defensa en este caso es considerar cualquier contrapunto amenazante y desdeñarlo de forma automática, cortando la posibilidad de profundizar y llevando el asunto hasta el absurdo de considerar la transición democrática como una propiedad privada perteneciente exclusivamente a quienes la condujeron y a quienes lograron prosperidad y poder gracias a las políticas puestas en marcha. Es legítimo que quienes así lo vivieron, consideren esos treinta años como una edad de oro, pero esa legitimidad no anula que para muchos haya significado otra cosa, algo fronterizo con la frustración de una promesa incumplida. La disputa entre esos puntos de vista no debería ser tratada como una competencia deportiva, pero como tantas otras cosas, lo es. La compulsión por la metáfora de campeonato es tan seductora como inconducente: hay dimensiones de la vida en las que ganar individualmente no tiene sentido.

Los treinta años no fueron la extensión de una dictadura feroz, pero tampoco la total extinción de la jaula instalada por el régimen. Las condiciones que enfrentó Patricio Aylwin en sus cuatro años eran distintas a las que vivió Eduardo Frei. A su vez las condiciones cambiaron con Pinochet fuera de la comandancia del ejército y del Senado. Son distintas las cuentas a rendir. Por otro lado, existe evidencia sobre cómo la generación que se subió a la ola del crecimiento de los noventa, encontró un mercado laboral muy diferente a la que comenzó su vida adulta cuando el ciclo de los precios altos de las materias primas bajó. Economía, demografía y destino. Resulta obvio, pero en este debate hay quienes pasan por alto esas experiencias vitales que para miles de familias resuenan hasta hoy porque la viven a diario. Para ellos no es una obcecación ni un juicio teórico de la historia reciente el resentir de esos “treinta años”, sino una vivencia encarnada en los empleos precarios que consiguen a pesar del endeudamiento en la educación superior, las bajas pensiones de sus padres y abuelos que les impiden autonomía económica y la vida que se consume entre traslados desde barrios levantados en los márgenes sin sombra de belleza alguna. Es injusto, miope y hasta cruel repetirles a esas generaciones que crecieron en democracia y para quienes no se cumplieron las promesas oficiales de “a más años de educación, mayor prosperidad individual”, que deben estar agradecidos porque sus abuelos con suerte habían llegado hasta el liceo y sobrevivido a la miseria. Durante esos treinta años la pobreza ya no sería la misma que en los 80, la marginalidad tampoco, hubo notables avances materiales, pero ni la pobreza ni la marginalidad desaparecieron: tomaron otra forma. Negarse a verlo solo refuerza el resentimiento a una elite política desprestigiada que sirve de blanco fácil para los discursos populistas.

La posibilidad de diálogo se vuelve un camino ripioso si las palabras que se usan no son más que granadas que se lanzan desde una trinchera. Pueden distraer en el corto plazo, pero a la larga se deshacen, como una nube de humo, para dejar al desnudo lo que se pretendía ocultar. Ya ha quedado en evidencia en lo que puede terminar el abuso de los gestos comunicacionales, basta recordar aquel “nunca más” que buscaba hacer historia y que a la vuelta de los años acabó como un rasgo anecdótico en la carrera de un general doblemente procesado que en un momento había sido elevado como un símbolo de una nueva era, acunado por el poder político, y que acabó como otro ejemplo más de lo poco que ha cambiado todo.