Oscar Contardo - la Tercera – 07 de julio 2024
Para quienes habitamos la periferia del mundo, la manera en que los imperios repercuten en nuestro modo de vivir puede ser brutal, como una invasión o un golpe de Estado, o sutil, como una lectura de invierno, una canción de moda de verano o el afiche que decora una biblioteca. Recuerdo, por ejemplo, una tarde que entrevisté a Pedro Miras, profesor de Filosofía. Miras era un anciano cuando me recibió en su casa de Ñuñoa cercana al Pedagógico, el lugar en el que él había estudiado en los años 50. Como alumno aventajado había sido ayudante de Luis Oyarzún, el legendario intelectual al que yo le seguía la pista en ese tiempo. Luego, como profesor del Pedagógico, Miras militó en política, sumándose al auge de la izquierda en los 60. Avanzó en su carrera académica hasta disputarle en 1969 el decanato de arte al propio Oyarzún, quien, derrotado, se apartó de la universidad y tomó distancia de quien fuera su discípulo.
Aquella tarde, Miras me contó que cuando era un joven liceano había aprendido francés como quien busca una llave para abrir una puerta que le permitirá conocer el mundo. Era lo que hacían sus amigos y la generación anterior a la suya. Habló de la poesía que le gustaba de adolescente y de la ensoñación de una vida de artista en París. Mientras él hablaba reparé en un cuadro, la clásica imagen de los arcos del puente de Brooklyn, colgado junto a un librero. Le pregunté desde cuándo tenía esa foto y sonrió, porque entendió lo que en el fondo quería saber: cuándo la cultura francesa había perdido importancia para él y su generación. Me dijo que la imagen había sustituido a otra de París cuando él ya era profesor, a principios de los 60. El viejo profesor era un ejemplo de cómo a partir de la década del 50 la francofilia de sus coetáneos -deslumbrados por las vanguardias artísticas- comenzó a ceder frente al ascenso de la lengua inglesa como pasaporte para entender el mundo.
El poder también puede expresarse influyendo en la manera en que otros perciben la realidad. Lo que en política internacional llaman “soft power” se despliega de manera sigilosa, modelando gustos, aspiraciones y maneras de ordenar el mundo: desde lo que consideramos culto o de buen tono hasta lo que tenemos como modelo de arte, goce, modernidad, libertad o rebeldía.
Las últimas contiendas electorales en Francia, Inglaterra y Estados Unidos merecen una reflexión en esa clave: la manera en que las turbulencias políticas internas y la crisis de las grandes potencias repercutirán en nuestras vidas en la periferia, no solo en la dimensión pública, sino también en ese espacio de transición que llega hasta nuestra vida doméstica, sobre todo entre las generaciones más jóvenes, para quienes el centro del mundo quizás ya esté en un lugar distinto al que acostumbrábamos a considerar como tal. Si, por ejemplo, la rebeldía juvenil, como fenómeno del siglo XX, se expandió desde Estados Unidos o Inglaterra en la forma del rock y el punk, desafiando las antiguas estructuras ¿qué formas están cobrando las nuevas rebeldías adolescentes?, ¿contra qué se levantarán? Si en los 80 el thatcherismo alimentó una ola contestataria que abarcó desde la música a la moda, expandiéndose por el globo, y en los 90 la Tercera Vía de Tony Blair acuñó el concepto de cool britannia como un estandarte de orgullo patrio con sabor a golosina y efectos de droga sintética, imitado en distintos hemisferios, ¿qué huella dejó entre los jóvenes del mundo la última era conservadora británica que concluyó esta semana?
Para quienes nacimos en la segunda mitad del siglo XX es imposible separar la idea de una potencia política y económica con la difusión de una lengua en particular, asociada a autores, artistas, tecnología y cultura popular. Con la excepción del caso soviético, cuyo eco en ese plano era discreto, el poder alcanzado por Francia, Alemania Federal, Inglaterra y Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo pasado destilaba por todas partes, filtrándose incluso tras la cortina de hierro, como algo que impregna y, a la vez, orienta, jerarquiza y brinda referencias de un orden ejemplar de hacer las cosas en política (democracia), economía (capitalismo) y en todos esos ámbitos que sostienen una forma de vida cotidiana. Ahora esas metrópolis están dando señales equívocas: obreros y jóvenes votando ultraderecha, partidos socialdemócratas diluyendo sus propuestas hasta hacerlas incoloras, discusiones y debates que no logran esquivar una tormenta de mentiras permanentes y una incapacidad de ofrecer más futuro que ese pasado glorificado, nostálgico y nacionalista anunciado por los políticos más reaccionarios. Los viejos imperios no gozan de la vitalidad de antes, y los nuevos en ascenso (China, India) parecen tan ajenos a nuestra forma de vida que considerarlos una referencia es un despropósito. Quizás lo que esté cambiando sea, más que un mero reordenamiento imperial, una estructura completa, una mutación que no alcanzamos a percibir, porque ni siquiera sabemos dónde buscarla, aunque ya esté en pleno funcionamiento desplegando un “soft power” que no notamos, porque no necesita de una lengua específica para fluir, ni hace referencia a una historia, ni un espacio geográfico, ni a una cultura determinada, sino a un poder que se ejerce a la medida de cada individuo, identificando sus aspiraciones y sus miedos. Un imperio que no podemos retratar a través de una imagen que lo represente en un afiche, porque no ocupa un lugar ni se deja ver. Le basta exhibir un repertorio al que adherir, uno que no necesita un contenido, porque el contenido lo produce cada uno, sino sólo espera provocar y capturar una emoción pasajera que se pueda traducir en un like de satisfacción, una compra compulsiva o un voto en una elección.