CRÍMENES CONTRA MENORES

Fernando García Diaz – 19 de julio 2024 – Para UTE-NOTICIAS

En uno de los fines de semana más marcado por la violencia homicida, el asesinato de 4 menores de edad en la comuna de Quilicura, causó gran conmoción en la ciudadanía. La noche del sábado 13 al domingo 14, durante la celebración de un cumpleaños familiar, un grupo de menores salió a continuar la fiesta a una plaza cercana y mientras hacían una fogata para calentarse pues la noche estaba muy fría, desde un vehículo que momentos después apareció incendiado en las inmediaciones, se bajó un número indeterminado de personas, que disparó indiscriminadamente contra el grupo.

Los medios de comunicación no escatimaron esfuerzos por informar y opinar sobre la noticia. El Mercurio, junto con destacar la noticia en primera página, y luego en su cuerpo nacional, aprovechó la oportunidad -¡cómo no!- para atacar al gobierno.

Las muertes de menores, ya sea por “balas locas”, enfrentamientos entre bandas, o asesinatos directos, han aumentado sustancialmente en los últimos años. El 2022 tuvimos 54 casos de niños fallecidos por homicidios, el 2023 pasamos a 66. Probablemente dos circunstancias expliquen, al menos en parte el fenómeno, la masiva presencia de armas de fuego entre las bandas criminales, y la creciente incorporación de menores a las actividades de estas.

El delito descrito posee todas las características necesarias para ser especialmente censurable, uso de armas de fuego de repetición o adaptadas para ello, planificación del atentado, actuación cobarde y sobre seguro de los victimarios, masividad de las víctimas, etc.

Pero sin duda lo que provoca el mayor impacto emocional lo constituye la condición de menores de edad de las víctimas. La calidad de “niños” de las víctimas desata, en la inmensa mayoría de la población, sentimientos de afecto, ternura, preocupación. Es verdad que no en todos y no siempre fue así. El capitalismo, especialmente durante la revolución industrial, en fábricas y minas, explotó brutalmente el trabajo infantil. La literatura ha dejado huellas imborrables de esa explotación. Obras como “Oliver Twist”, o David Copperfield de Charles Dickens, o “Germinal” de Émile Zola, dan cuenta de las miserables condiciones de vida, de abuso y explotación de los niños. En nuestro país la explotación laboral en las minas de carbón durante el siglo XIX quedó plasmada en obras como “Sub-terra”, de Baldomero Lillo. Y dentro de ese texto, quien haya leído “La compuerta número 12”, difícilmente podrá olvidar a Pablo, menor de unos 12 años, quien aterrado ante la perspectiva de trabajar en la oscuridad y peligrosidad de la mina, se ve obligado, a hacerlo, por las condiciones de miseria en que vive su familia, abriendo y cerrando una compuerta para permitir la pasada de los carritos de carbón. (Y de paso, el enriquecimiento brutal de los dueños de la mina).

En la actualidad, si bien el trabajo infantil se encuentra reducido en gran parte del mundo, no ha desaparecido. Y miles de niños viven en la miseria cada día, o mueren de hambre o enfermedades curables por falta de medicamentos. Y más aún, otros tantos miles mueren víctimas de las balas y las bombas que el genocidio sionista desata en Gaza y el medio oriente.

La preocupación que hoy siente la mayoría de la población hacia los menores se ha traducido también en normas nacionales e internacionales que buscan su protección. Entre las internacionales destacan, la Declaración de Ginebra, 1924, adoptada por la Liga de las Naciones, que reconoce ya, hace 100 años, la necesidad de proteger los derechos de los niños y la responsabilidad de los adultos en asegurar su bienestar. Más tarde, y con mayor detalle lo hará la Declaración de los derechos del Niño (1959) y 30 años después, la Convención sobre los Derechos del Niño, ambas proclamadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta última, el documento más completo sobre la materia, reconoce a los niños como sujetos de derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, que los estados partes deben respetar y garantizar. Nuestro país firmó esta convención el 26 de enero de 1990 y la ratificó el 13 de agosto del mismo año.

Como suscriptor de la mencionada convención, nuestro país está obligado a reconocer como principios guías del actuar gubernamental el “interés superior del niño”, la “no discriminación”, el derecho a la “supervivencia y desarrollo”, así como a que los niños expresen sus opiniones, y sean es cuchados en todos los asuntos que les afectan.

De este modo, los crímenes contra menores no sólo impactan en nuestros sentimientos personales de piedad, ternura o afecto, sino que además importan un rotundo fracaso de un estado que fue incapaz de garantizar el más elemental de los derechos, la vida. Ocurrido el crimen, sólo le queda al Estado perseguir, ubicar a los culpables, detenerlos y sancionarlos con las penas altas que el ordenamiento jurídico permita.

Pero si estos crímenes contra la vida resultan horrorosos, no debemos olvidar que hay otros, mucho más frecuentes, que también lo son. Hay unos, cuyo impacto en la víctima, inmenso y multifacético, puede desestructurar profundamente la personalidad de ella y marcar su existencia durante toda su vida. Trastornos de Estrés Postraumático, ansiedad y depresión, baja autoestima y autoimagen negativa, problemas de confianza, de salud sexual y reproductiva,  trastornos psicosomáticos, sentimientos de miedo y vulnerabilidad, rabia, frustración, aislamiento, soledad, son algunos de los posibles efectos que la agresión puede provocar, dependiendo del tipo de ataque, de las características de la víctima, la reiteración o no de los delitos, así como de la forma en que el menor experimenta en su psiquismo esa vivencia.

La situación es especialmente grave cuando el abuso sexual es prolongado, sistemático, y se da en el contexto de una relación de sometimiento, subordinación y permanente manipulación de la psiquis de la víctima, no sólo desde el poder que otorga el ser adulto sobre un menor, si no a menudo también una autoridad adicional sobre ella, que puede estar dada por la condición de guía espiritual, familiar cercano, dependencia económica, etc.

Este tipo de delitos son tan graves, que nuestra legislación ha estimado necesario declararlos imprescriptibles, en consideración a que sus efectos pueden hacer que las víctimas se sientan con capacidad de denunciarlos recién décadas después de que ellos ocurrieron.

         Delitos sexuales contra menores. ¿Delitos imprescriptibles? Si!!!

En el día de hoy hemos conocido la sentencia que el Poder Judicial de nuestro país, una de las instituciones más representativas del poder estatal, sujeto como el que más al cumplimiento de las obligaciones que emanan de la Convención de los Derechos del Niño, dictó en contra de Eduardo Macaya Zentilli, padre del senador  presidente de la UDI Javier Macaya, condenado por abuso sexuales reiterados contra dos menores, de los cuatro casos que originalmente se le imputaron. Fue condenado a seis años.  El proceso se llevó adelante con prohibición de informar públicamente sobre aquello que permitiera individualizar a las víctimas, lo que se tradujo en que no tenemos un conocimiento detallado de los hechos. De todas maneras llama la atención la sanción efectiva, seis años. A esos seis, se le debe imputar el tiempo que estuvo sometido a medidas cautelares, un mes recluido en el hospital y el resto en su casa con arresto domiciliario. Esto es más de un año sin conocer una celda.

¡En menos de dos años más puede estar en libertad! Saque Ud. las conclusiones. 

Santiago 19 de julio de 2024