Oscar Contardo - 12/10/2024 – La Tercera
Hubo una promesa fallida avalada por el Estado que marcó las aspiraciones de futuro de una generación de chilenos y chilenas que creyeron en ella. Una parte importante de esas personas hoy está frustrada y endeudada. La propuesta del gobierno es una manera de enfrentar esa realidad, pero si la lógica aplicada para resolver el asunto sigue siendo la misma que ya ha fracasado, lo más probable es que la frustración continúe acumulándose.
La promesa era simple, directa y sostenida en el tiempo: la ruta más segura para prosperar era cursar estudios universitarios. El mensaje de las autoridades políticas fue repetido desde el inicio de la transición. Durante los primeros años del retorno a la democracia la promesa fue refrendada por los datos que efectivamente demostraban que las nuevas generaciones de titulados universitarios lograban obtener mejores ingresos respecto de los que tenían sus familias de origen, la vara más concreta de medición de la movilidad social. El alto crecimiento económico de los 90 y el bajo punto de comparación -hasta los 80 solo el cinco por ciento de la población accedía a la universidad- provocaron que la promesa fuera elevada al rango de un dogma que se explica por sí mismo. Las dudas sobre un posible desajuste entre el sistema de educación superior y el mercado del trabajo -el país seguía viviendo básicamente de lo mismo- solían ser ninguneadas. Luego vino el auge del precio de las materias primas en los 2000 que refrendó la creencia.
La movilidad social existía y sumarse a ella dependía de los propios méritos que se demostraban con un diploma. En adelante la matrícula no crecería a través de las instituciones públicas -mantenidas en un limbo incómodo o en el franco abandono-, sino gracias a la multiplicación de instituciones privadas con regulaciones laxas que ofrecían, con frecuencia, un mismo menú de carreras acompañadas de un eslogan y la foto de una flamante casa central. Las universidades se levantaban al ritmo del negocio inmobiliario y las autoridades se felicitaban: un 70 por ciento de los estudiantes eran primera generación en la universidad, repetían.
La demanda masiva por llegar a la universidad -el acto de obedecer la promesa- creció en los segmentos de población que no tenían dinero para costear los aranceles de las instituciones privadas encargadas de satisfacerla, obligando a las autoridades a buscar una fórmula que permitiera financiarla. La respuesta que encontraron fue un Crédito bancario con Aval del Estado (CAE) con altas tasas de interés. Para cuando la primera generación que tomó el crédito egresó, el ciclo de los altos precios de las materias primas decaía, el crecimiento económico se ralentizaba, las ofertas laborales disminuían.
No todo depende del esfuerzo individual, después de todo: para quienes no tuvieran las redes apropiadas, la probabilidad de encontrar trabajo en su área de estudio sería cada vez más difícil.
A las marchas multitudinarias que siguieron al estallido del 2019 acudían en gran medida deudores del CAE. Actualmente hay un millón doscientos mil chilenos y chilenas endeudados por el crédito con aval del Estado y el 69 por ciento de ellos tiene ingresos mensuales inferiores a 750 mil pesos. La promesa comenzó a romperse hace ya una década. Las condiciones no han cambiado. Para el Estado eso significa una responsabilidad imposible de ignorar, cualquiera sea el gobierno en el poder, tanto por la cantidad de personas afectadas como por lo que subyace al origen de la deuda: la confianza en que, siguiendo la ruta planteada por las autoridades, tendrían un futuro más próspero que el de su familia de origen.
En una entrevista posterior al anuncio del proyecto del gobierno para terminar con el CAE, Rosa Devés, rectora de la Universidad de Chile, explicó que le parecía justa la fórmula presentada para condonar las deudas de modo diferenciado y atendiendo a distintas realidades de los morosos; sobre la propuesta de financiamiento incluida en el proyecto fue más cauta. La rectora primero valoró la introducción de regulación de los aranceles y la transparencia obligatoria para las instituciones privadas, que suelen mantener cierta opacidad sobre su gestión -un aspecto que se hizo patente después de los últimos acontecimientos, cuando una institución apareció como refugio laboral bien remunerado para dirigentes políticos de alto perfil-, sin embargo, Devés alertó sobre un asunto más de fondo: el énfasis de la propuesta del gobierno y de la discusión continúa enmarcándose en la demanda por educación superior, soslayando el desarrollo de las instituciones, en particular de las universidades públicas.
El mensaje de la rectora fue implícito, pero muy claro: de un gobierno como el actual hubiera esperado un enfoque más atento al rol de las universidades del Estado, sobre todo por la complejidad de su misión y de su funcionamiento. Es cierto que han sido las universidades privadas las que acogen a la mayoría de quienes se matriculan en la educación superior, superando desde hace largo tiempo a las universidades públicas, pero también es cierto que muchas veces esas instituciones han ejercido de un modo bastante arbitrario, incluso perverso, la noción de libertad, para abusar de su condición, usando fondos públicos para sostener proyectos abusivos en contra de los intereses de sus propios estudiantes. Ejemplos sobran.
Hubo una promesa fallida avalada por el Estado que marcó las aspiraciones de futuro de una generación de chilenos y chilenas que creyeron en ella. Una parte importante de esas personas hoy está frustrada y endeudada. La propuesta del gobierno es una manera de enfrentar esa realidad, pero si la lógica aplicada para resolver el asunto sigue siendo la misma que ya ha fracasado, lo más probable es que la frustración continúe acumulándose y, tal como ya ocurrió en la educación escolar, las instituciones públicas de educación superior -una de las pocas que aún convocan la confianza de la ciudadanía-, continúen debilitándose en ese limbo en el que la Estado las mantiene desde hace ya medio siglo, cargando sobre ellas todas las exigencias, sin brindarles más atención que la de un aval que aspira a desentenderse de una obligación que le desagrada mantener.
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