By Miguel Ávila Carrera 24 septiembre, 2025 – El Clarin Chile
En vísperas de las Fiestas Patrias en Chile, el 15 de septiembre fue asesinado mediante estrangulamiento un joven de 27 años que sufría esquizofrenia, a manos de guardias del Mall Plaza Vespucio en la comuna de La Florida. La víctima acompañaba a su madre al Banco Estado para retirar su pensión. La mujer advirtió en repetidas ocasiones a los guardias que la desregulación de su hijo era producto de su enfermedad, pero no fue escuchada por quienes tenían la misión de garantizar la seguridad del recinto.
El hecho fue comparado por el presentador de Televisión Nacional de Chile, Iván Núñez, con el asesinato de George Floyd en Estados Unidos en 2020, a manos de la policía. Una analogía que omite el nutrido historial de violencia de las policías chilenas, agravado durante el levantamiento popular de 2019. Núñez abogó por la profesionalización de las empresas de seguridad privada, muchas de ellas creadas por exuniformados, lo que en la práctica constituye una prolongación de la carrera militar.
El suceso fue rápidamente opacado por los festejos patrios, nublado por el humo de las parrillas, y silenciado por representantes políticos y candidatos presidenciales. Sin embargo, este asesinato expone dos fenómenos que hoy atraviesan la sociedad chilena: la crítica situación de la salud mental de la población y el populismo punitivo que domina en este año electoral, donde todos los aspirantes al poder se suman al coro de fortalecer el Estado policial y las empresas privadas de seguridad.
El doctor en Derecho Jonathan Simon, en su obra Gobernando a través del delito, sostiene que las sociedades neoliberales enfrentan una crisis de gobierno que ha derivado en el uso del delito y del castigo como formas de ejercicio del poder, beneficiando políticamente a los sectores conservadores. En un sentido similar, el sociólogo Loïc Wacquant, en Las cárceles de la miseria, analizó cómo la doctrina de “tolerancia cero” —como gestión policial y judicial de la pobreza— se expandió desde Estados Unidos en la década de 1990, impulsada por el entonces alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, y el jefe de policía William Bratton. Este último incluso arribó a Argentina en 2000 para implementar estas políticas de control social, que pronto se difundieron por Sudamérica, evangelizando a las élites locales en la lógica del Estado policial. Así como en los años 80 fueron alumnos aplicados de los Chicago Boys de Milton Friedman, en los 90 lo serían de los New York Boys de Giuliani y Bratton en materia de control social neoliberal.
En Chile, desde los años 90 en adelante, los discursos mediáticos y políticos han instalado una narrativa hiperbolizada de la delincuencia. Esta estrategia, por un lado, socava la credibilidad de las autoridades en ejercicio para mantener la seguridad y, por otro, reduce el concepto de seguridad al orden público, la defensa de la propiedad privada y la conservación del orden social heredado de la dictadura. Este “hiperbolismo delictivo” otorga visibilidad mediática y réditos electorales a candidatos de distintos signos ideológicos, mientras relega a un segundo plano necesidades centrales para garantizar la seguridad de la población, como la salud, la educación, la vivienda o el trabajo digno.
Hoy, ese mismo “gobernar a través del delito” experimenta una mutación. En América del Norte se utiliza cada vez más contra quienes cuestionan el orden social o enfrentan el ascenso del neofascismo, como lo evidenció la designación del movimiento Antifa como organización terrorista por Donald Trump, o la justificación del asedio naval a Venezuela bajo el pretexto del narcotráfico. En Chile, las élites políticas han reproducido fielmente este modelo, con efectos visibles en la gestión de los conflictos sociales: la brutalidad policial durante el levantamiento de 2019, las víctimas de la llamada Ley de “gatillo fácil” y los abusos cometidos por guardias privados cada vez más militarizados en centros comerciales y el metro de Santiago.
Todo ello muestra cómo el control social avanza hacia una externalización en manos del sector privado, transformando la seguridad en un nuevo mercado y en un espacio de capitalización política y económica. Mientras tanto, las verdaderas necesidades de la ciudadanía quedan relegadas a un tercer plano, casi olvidadas.
Miguel Avila Carrera - Investigador de CIPPSAL
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