Por El Clarín de Chile. 18 noviembre, 2025
Hay datos que revelan mejor que cualquier discurso la estructura real del poder político. El sistema de reembolsos electorales es uno de ellos. Cada voto tiene un precio: $1.585. Una cifra aparentemente modesta, pero que, multiplicada por millones, levanta imperios personales de campaña y deja abierta una pregunta incómoda: ¿Quién financia realmente la política en Chile?
Los datos publicados por el Servel a las 22:00 horas del domingo electoral permiten dimensionar el fenómeno. Basta con una calculadora para advertir que la “democracia remunerada” mueve montos que superan largamente los presupuestos municipales y, en ciertos casos, rivalizan con el costo anual de un ministerio pequeño.
Los candidatos mejor pagados
Con 3.211.081 votos, Jeannette Jara encabeza no solo la elección, sino también el ranking de reembolsos. Solo por su votación, recibirá $5.089 millones. Si esa suma se dividiera en un sueldo mensual durante un año, el monto ascendería a $424 millones mensuales. Una cifra impensada para el 99% de los chilenos.
Su perseguidor, José Antonio Kast, tampoco queda atrás. Con 2.885.165 votos, su reembolso asciende a $4.572 millones, equivalentes a $381 millones al mes durante un año.
En tercer lugar, aparece Franco Parisi, con 2.346.280 votos, montante que se traduce en $3.719 millones, o $310 millones mensuales.
Y la lista sigue:
- Johannes Kaiser: cerca de $221 millones mensuales.
- Evelyn Matthei: $199,5 millones por mes.
- Harold Mayne-Nicholls: $20 millones mensuales.
- Marco Enríquez-Ominami: $18,9 millones al mes.
- Eduardo Artés: $10,5 millones mensuales.
Montos que, aunque decrecen, siguen siendo extraordinarios en cualquier comparación con el salario de un trabajador medio o incluso con el sueldo de un parlamentario.
La pregunta que nadie quiere responder
El mecanismo de reembolsos electorales está diseñado para garantizar que quienes compiten puedan financiar sus campañas y mantener cierta equidad en el proceso. Pero la magnitud de estas cifras abre inevitablemente otra discusión: ¿de dónde salen estos miles de millones?
La respuesta es simple y brutal: del Estado, es decir, del bolsillo de todos. Cada peso proviene de los contribuyentes, incluso de aquellos que no votaron por estos candidatos o que no votaron en absoluto.
Es un sistema que pretende limitar la influencia del dinero privado, pero que termina consolidando una economía electoral millonaria, donde cada voto se convierte en activo financiero. Y donde competir —más allá de las ideas— se vuelve también una apuesta económica altamente rentable.
¿Incentivo democrático o negocio electoral?
El sistema invita, en la práctica, a “pensarlo y candidatarse”, como diría el eslogan popular. Para muchos, la política puede parecer una vía rápida hacia ingresos inimaginables en la vida civil.
Pero, más allá de la ironía, esta realidad plantea un dilema ético: ¿es sano para una democracia que los votos se traduzcan automáticamente en fortunas personales? ¿No sería necesario revisar los topes, los mecanismos, la fiscalización y el destino real de estos recursos?
La democracia tiene un costo, sí. Pero cuando ese costo se vuelve un negocio, es legítimo volver a preguntar: ¿a quién está sirviendo realmente el sistema electoral?
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