LA POLICÍA: ENTRE EL DRAMA Y LA FARSA

By Sergio Martínez  6 Abril, 2023  - El Carina Chile

Algunas cosas insólitas han estado ocurriendo respecto de la policía chilena, en particular, los carabineros. Por un lado, sucedió el trágico hecho de la carabinera asesinada en Quilpué, a pocos días de otro uniformado muerto, atropellado por un delincuente en el sur del país. Hechos trágicos sin duda, pero que a su vez han causado un inesperado vuelco en cómo ese cuerpo policial es percibido por la gente.

Es hasta cierto punto curioso cómo, hasta hace algo así como dos años, Carabineros estaba muy bajo en la estimación pública. Los hechos ocurridos durante el estallido social en 2019 en los que esa fuerza policial actuó de manera extremadamente violenta, usando una táctica de apuntar el lanzamiento de bombas lacrimógenas y balines a una altura en que era muy probable causar serio daño a los manifestantes —en los hechos hubo varios que a consecuencia de esas acciones resultaron parcial o totalmente ciegos— provocaron un fuerte rechazo en la ciudadanía. Chile, una vez más aparecía en los titulares del mundo en el vergonzante contexto de los atropellos a los derechos humanos.

Lo más paradojal, es que los tiempos en que ahora se reivindica a Carabineros no son los de un gobierno de tinte conservador, los que por su propia naturaleza aluden al orden como uno de sus valores, sino en el contexto de un gobierno izquierdista donde hasta hace muy poco algunos de sus dirigentes y simpatizantes planteaban lo que llamaban la “refundación de Carabineros”, incluso algunos proponían su cambio de nombre, unos pocos incluso su disolución. Nada de eso ocurrió, y no va a ocurrir en el corto o mediano plazo tampoco. Tanto Carabineros como la Policía de Investigaciones están ahí para quedarse, y algunos quieren que hasta con pocas modificaciones en su accionar.  Esto, en gran medida, porque para la opinión pública en este momento el gran peligro es el crimen, y para combatirlo se necesita una fuerza pública capaz de actuar con efectividad y oponer a la violencia criminal, la violencia de la ley. Un esquema en que ciertamente nadie —excepto los criminales— puede estar racionalmente en desacuerdo. Un modelo de razonamiento que se ha hecho carne en la opinión pública en todos los sectores, desde los habitantes de las poblaciones donde el narcotráfico y el lumpen mantienen a la gente poco menos que prisionera en sus propias casas, pasando por los sectores medios que ven con angustia cuando le roban su automóvil que a veces ni siquiera han terminado de pagar, o incluso los sectores de clase alta, que en más de una ocasión ven sus viviendas invadidas por delincuentes que no vacilan en disparar sin piedad.

No cabe duda de que en este contexto la gente —y, por cierto, el propio gobierno progresista de Gabriel Boric— hayan hecho suyo ese sentir ciudadano que reivindica el rol de las policías y hacen pasar a segundo plano las inquietudes que su presencia pudo haber despertado en ocasiones anteriores. “Es otro contexto y otras condiciones” se dice, y para ser sinceros, hay que admitir que es verdad: el crimen está presente en todas partes y en todo momento. No se trata tanto de esas acciones más espectaculares como los robos a larga escala con millones de pesos como botín, sino que el que realmente preocupa a la gente, es el cotidiano y que ocurre en su vecindario o que le toca presenciar en la calle: el robo de teléfonos móviles (mientras estuve de paso en Chile, a dos de mis sobrinas, una profesora y la otra estudiante, les robaron sus celulares en la calle), los portonazos y encerronas, tácticas por las cuales los delincuentes roban automóviles, y los robos a tiendas. Ante ese panorama no es de sorprenderse que la gente torne sus esperanzas hacia quienes tendrían que estar allí para combatir el crimen: la policía.

El problema es que, por otro lado, ¿podemos confiar en Carabineros, como para darle atribuciones tales como las contempladas en la Ley Nain-Retamal—especialmente la mal llamada “Legítima defensa privilegiada”? Claro, se dirá que siempre hay soluciones peores, como la idea propuesta por el presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, que posibilitará que todo ciudadano que lo desee pueda portar un arma para su defensa. Pobre nuestro querido pueblo hermano ecuatoriano, no quiero imaginar la hermosa ciudad de Quito convertida en una copia del Wild West.

El problema es que, en efecto, el gran problema —y no sólo en Chile— es quién controla a la policía. En una anterior ocasión en que toqué el tema citaba un antiguo dicho: “Un cuerpo policial es bueno, cuando captura a tantos criminales como los que tiene en sus propias filas”. Hay que decir que, como en todo grupo humano, en la policía “hay de todo”.  Sin embargo, lo más probable —por lo menos en el caso chileno (aunque alguien a lo mejor me dirá que es wishful thinking de mi parte)— es que la mayoría de sus integrantes sean relativamente buenas personas, especialmente su personal de tropa.

Por otro lado, no hay que olvidar que la naturaleza de la función policial, de por sí implica una cierta dosis de poder, la que radica en que el hombre o mujer de uniforme porta una pistola.  Es decir, al actuar puede no necesariamente encarnar la justicia ni mucho menos el bien, de ahí que sea a veces difícil discernir claramente el carácter de las acciones de la policía.

Esto último es especialmente complejo para quienes nos situamos en la izquierda: nuestros manuales de educación política desde tiempos inmemoriales nos dicen que la policía y las fuerzas armadas, están allí como guardianes del orden establecido y para la defensa de las clases dominantes. Por cierto, el golpe de estado de 1973 es hasta ahora el ejemplo más ilustrativo de cómo opera esta afirmación teórica en la práctica concreta.

Sin embargo, en una sociedad contemporánea de tanta complejidad, la caracterización social del rol policial es también más difícil. Por un lado, ciertamente, su rol represivo está muy presente y no sólo en países como el nuestro: las imágenes de la televisión nos han mostrado estos días cómo la policía francesa ha arremetido con especial violencia contra los manifestantes que en París protestan contra la reforma de pensiones en ese país.

Mientras el rol represivo se ejercitará casi siempre contra los sectores que demandan cambios progresistas en una sociedad, por otro lado, está el rol supuestamente esencial de la policía: combatir el crimen. Como ambos roles no siempre están debidamente diferenciados, en los hechos porque en general el mismo cuerpo que combate a los huelguistas es el que combate a los delincuentes, se tiende a producir confusiones. Para decirlo sin rodeos, recurramos a titulares habituales: “carabinero o agente de la PDI frustró asalto y baleó a los delincuentes” –todos escribimos “me gusta” en la página de Facebook. Pero si el titular dice “carabinero baleó a huelguista que participaba en una manifestación”, todos repudiamos.

Esta dicotomía en la función policial en el caso chileno es aprovechada por la derecha: argumentando que se necesita una policía eficaz en combatir el crimen se ha llegado a esta Ley Naín-Retamal que, en los hechos, otorga el “privilegio” a la policía de que siempre se presuma que cuando sus miembros disparen lo estarían haciendo en “legítima defensa”, fin de la discusión, el agente sería absuelto de toda culpa. Mientras no tendremos objeción que eso ocurra si hay que evitar el asalto a un banco, un portonazo o una encerrona; no es el mismo caso si en lugar de un contexto de crimen tenemos uno de manifestantes o huelguistas desarmados que están cortando el tránsito en una calle.

El término mismo: “legítima defensa privilegiada”, retrata ese modo de pensar de la derecha al hablar de “privilegio”.  Claro pues, si ella representa a quienes han gozado siempre de privilegios ahora se siente con el derecho a conferírselos también a aquellos —que considera sus servidores— que en última instancia lo utilizarán para conservar los privilegios de la clase dominante.

Por cierto, nadie discute que, por lo que se ha informado, los policías, gendarmes y otro personal armado que se ve obligado por las circunstancias a utilizar sus armas, enfrentan hoy por hoy una serie de obstáculos burocráticos por parte de sus propias instituciones que les causan muchos detrimentos en su vida personal: suspensión, a veces sin remuneración, incluso ser dados de baja sin que haya un debido proceso. Eso sí debe terminar. Ha habido aquí una violación del principio de igualdad ante la ley, los policías, gendarmes y otro personal armado –como el resto de la ciudadanía— tienen derecho a un debido proceso, tanto en los sumarios internos de su institución, como cuando deban enfrentarse a los tribunales. Este principio jurídico es muy difícil de contradecir de un modo racional, sin embargo, su no observancia ha sido la práctica hasta ahora, y cuando la derecha estuvo en el gobierno tampoco hizo nada por subsanarla.

En torno al tema de la legítima defensa, es necesario que se hagan modificaciones para el caso cuando ésta es esgrimida por civiles. Por cierto, nada más lejos que abogar aquí por la idea ya mencionada y propuesta para su país por el presidente ecuatoriano Lasso, de que todos se armen. Una propuesta que por lo demás se apoya en el modelo estadounidense que, como sabemos, lejos de reducir la criminalidad la ha estimulado.  En principio, como recomiendan los que manejan este tema, en el caso de asalto u otra acción criminal, se aconseja no ofrecer resistencia, a no ser que uno cuente con la preparación para enfrentar estas situaciones y —más importante— con algún respaldo físico (un arma) para responder al criminal. La ley chilena es en este sentido muy restrictiva y burocrática al limitar esa legítima defensa con condicionantes arbitrarias como “proporcionalidad” (como si el asaltado pudiera siempre saber si el criminal está armado o no) y uso sólo en defensa personal o de su entorno familiar (uno no podría defender a un extraño) y sólo en el interior de su hogar, norma absurda ya que, especialmente en asaltos a negocios, a veces es necesario salir a la calle a defenderse del delincuente o evitar que éste escape.

Al momento que escribo estas líneas no es muy claro qué efectos tendrá la polémica Ley Naín-Retamal, ya aprobada por el Senado, todo esto además amplificado por la situación de criminalidad que se ha instalado como tema central de la agenda política chilena. Al respecto hay que decir que la criminalidad en aumento se observa en otros lugares también, aunque ello no debe servir de consuelo, por cierto. En Argentina incluso el asesinato de un chofer de bus provocó las reacciones violentas de sus colegas que incluso atacaron al Ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. En El Salvador, el presidente Nayib Bukele ha adquirido el más alto nivel de popularidad –y también de controversia en el ámbito internacional— luego de aplicar draconianas medidas de encarcelamiento masivo contra integrantes de pandillas criminales conocidas como “maras”. Otros países en la región estudian aplicar remedios similares.

Por otra parte, el cuestionamiento a las fuerzas policiales tampoco es exclusivo de Chile, aquí en Canadá, donde vivo, la mítica Real Policía Montada, retratada en películas y en tarjetas postales con sus vistosos uniformes tradicionales, se halla bajo investigación por un manifiesto caso de incompetencia en lo que fue un ataque masivo que tuvo 22 víctimas fatales en una pequeña localidad de la provincia de Nova Scotia. A diferencia de Estados Unidos, los baleos masivos son una cosa inusual en este país. Incluso la venerable Metropolitan Police de Londres, más conocida como Scotland Yard, considerada una de las policías más famosas del mundo, enfrentó en 2018 un serio escándalo cuando 14 de sus agentes, nada menos que de su unidad de élite anti-corrupción, debieron enfrentar a la justicia por serios actos de… corrupción. En todas partes se cuecen habas, se dirá, pero lo cierto es que a la policía hay que darle todo el apoyo necesario en su lucha contra el crimen, en eso no hay discusión, pero al mismo tiempo hay que tener la mirada muy atenta sobre su accionar, porque sus integrantes cuentan con un poder que el resto de los ciudadanos no tiene: el disponer de elementos potencialmente letales y por eso mismo es obligación de toda sociedad el vigilar que ese poder no sea abusado. ¿Hay suficientes salvaguardias en la Ley Naín-Retamal para evitar los abusos? A este momento uno bien puede dudar.

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)