16 AÑOS

Por: Cristián Zúñiga | Publicado: 12.03.2022 – EL DESCONCIERTO

Fue así que, durante estos 16 años, cuando el país se sintió a la intemperie en medio de la selva del neoliberalismo, buscó el regazo en el maternal proyecto socialdemócrata de Bachelet y, cuando quiso más consumo, créditos y menos políticos burócratas, buscó la tosca astucia comunicacional, el nihilismo político y la habilidad financiera de Piñera. ¿Cómo explicar esta ambivalencia de voto, donde se intercalaron, cada cuatro años, rechazo y aprobación al proyecto de sociedad ofrecido por el capitalismo descarnado?

Cuando en un futuro los profesores o algoritmos a cargo de enseñar la historia de Chile en colegios o aulas virtuales pregunten a sus alumnos sobre el periodo político comprendido entre los años 2005 y 2021, habrá dos láminas u holografías que emergerán de fondo: las de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera. Y es que, para explicar el momento cultural de ese periodo, habrá que partir destacando que fue gobernado por sólo dos personas, una de centroizquierda y otra de centroderecha, que se traspasaron la piocha O’Higgins en cuatro ceremonias de cambio de mando consecutivas.

Así como las páginas de fines del siglo XX destacarán en rojo-sangre los 17 años de dictadura militar, las del primer tramo del siglo XXI, de seguro, despertarán curiosidad entre los aprendices jóvenes, cuando estos vean que, durante 16 años y de manera intercalada, el voto de la ciudadanía otorgó el poder a dos personas que representaban proyectos de sociedad diametralmente opuestos. Los programas de gobierno de Bachelet y Piñera fueron redactados desde el diagnóstico que cada uno hizo de su tiempo, es decir, desde la temperatura social que ellos, suponían, recorría al Chile de la modernidad tardía.

Para Bachelet, el malestar en la cultura de Chile tenía relación con la deshumanización del Estado, siempre pendiente de las macro cifras y los dogmas del neoliberalismo, algo que buscó morigerar (hasta cambiando el nombre de etiqueta a la Concertación) apelando a la dimensión simbólica y a reformas basadas en el recetario de la socialdemocracia europea. Para Piñera, los anhelos del ciudadano habitaban en una fórmula infalible para las sociedades modernas: la expansión del consumo, el crecimiento económico y el relato de la meritocracia como escudo ante las olas estatistas.

Fue así que, durante estos 16 años, cuando el país se sintió a la intemperie en medio de la selva del neoliberalismo, buscó el regazo en el maternal proyecto socialdemócrata de Bachelet y, cuando quiso más consumo, créditos y menos políticos burócratas, buscó la tosca astucia comunicacional, el nihilismo político y la habilidad financiera de Piñera. ¿Cómo explicar esta ambivalencia de voto, donde se intercalaron, cada cuatro años, rechazo y aprobación al proyecto de sociedad ofrecido por el capitalismo descarnado?

Durante estos últimos 16 años, cada inicio y fin de ciclo de gobierno, fue acompañado de exagerados análisis de los resultados electorales. Cuando ganaba Bachelet, las redes sociales y cientos de papers universitarios, pronosticaban que el nuevo Chile prefería la solidaridad forzada por el Estado, a la egoísta subsidiariedad (el poder estatal interviniendo lo mínimo posible en los asuntos de la comunidad) de los llamados mercados perfectos. Luego ganaba Piñera y connotados columnistas de la plaza (casi con la misma ansiedad de Piñera) corrían para publicar sus tesis respecto a que la derecha había sabido interpretar mejor el sentido de desasosiego de los chilenos, brindando reconocimiento a todos los sectores sociales cuya trayectoria vital se estaba viendo devaluada con el discurso paternalista y protector de la nueva izquierda.

En base a estos análisis, Bachelet y Piñera fijaban sus rutas de viaje, con la seguridad que les otorgaban sus correspondientes cartas de navegación recién ratificadas por amplias mayorías electorales (es cosa de ver los amplios triunfos electorales de Bachelet y Piñera en sus segundos periodos). Pero al poco tiempo de asumidos, ambos mandatarios constataron que en esas cartas de navegación subyacía una especie de brújula embrujada que giraba descontrolada y sin precisar un punto fijo. Fue entonces que asumieron el timón de la nave del Estado sin una brújula social clara, confiando en sus intuiciones y alejados de los partidos políticos, apostando a que llevarían a buen puerto sus correspondientes ciclos, en medio del oscuro océano cultural de un país que no se dejaba ver como una luz única, sino que desde una diversidad de subjetividades que circulaban como espectros que iban y venían, dependiendo de la intensidad del viento de la contingencia.

Desde ayer viernes, los jóvenes chilenos menores de 16 años experimentarán, por primera vez, lo que es vivir en un país presidido por alguien distinto a Bachelet y Piñera. Suena fuerte, quizás porque recién ahora se dimensionará lo que fue esta compulsión de repetición en la que el legado de uno resultó ser el triunfo del otro, a lo largo de cuatro periodos.

De seguro, la historia larga, ante la mirada de filósofos, historiadores y sociólogos, dará cuenta de este periodo, donde el malestar en la cultura de una sociedad permeada por el avance del capitalismo operó, casi al mismo tiempo, como un crucero de expectativas, para luego volverse un enorme y frío iceberg que, intempestivamente, aparecía en la calma de la noche para echar abajo todo, incluso, sus propios sueños.

Cristián Zúñiga - Profesor de Estado. Vive en Valparaíso. GENTILEZA DEL DESCONCIERTO