Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 13.02.2023 – EL DESCONCIERTO
¿Es posible conmemorar, con todo el simbolismo y recogimiento que se merece, a la peor tragedia que hemos vivido junto a un artefacto jurídico espurio y redactado por una clase política que, de manera considerable, es el engendro de esa misma tragedia?
¿Se puede escribir lanzados a la tormenta de una pulsión sin principio ni fin? ¿Sin trama, sin guion, sin historia? ¿Escribir en la desconexión sideral? Sí, se puede, y es hermoso, pero no sé si sirve de algo. Creo que la escritura sino es solidaria del mundo, de una ética de lo que pasa como escribía Alain Badiou, pues poco “sentido” tiene (si es que lo tiene) y no podemos, por más que lo intentemos –siguiendo ahora a Jacques Derrida– pensar más allá del lenguaje. Nadie ha podido traspasar esta frontera y la escritura es, incluso, parafraseando a Freud, “el lenguaje de los ausentes”.
Entonces, ahí donde el lenguaje aparece como límite, pero también como instante imaginativo –que se conecta y activa en el mundo– es que sería posible pensar en el Chile de 2023 y leerlo en clave de incesto. La palabra es fuerte, claro, porque remite a relaciones sexuales entre consanguíneos cercanos, pero más allá de esta comprensión clásica y cuya prohibición ha sido determinante en la conformación de la cultura, tal como lo ha demostrado el psicoanálisis, el incesto igual se puede dar en política y, aún más, en la historia.
Si entendemos al incesto como lo que no es “natural”, este año podría ser uno de los años más incestuosos que hemos conocido. Se producirá el cruce forzoso entre la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado y la probable promulgación de una nueva Constitución que, según sus propios y reincidentes centinelas, vendrá a “desbastardizar” al Chile anclado en el diseño ochentero y perfecto de Jaime Guzmán para que, finalmente, todos y todas nos sintamos parte de la arquitectura elemental del país que siempre se ha soñado.
Falso, todo se dará en un perímetro antinatural, promiscuo en el peor de los sentidos, sin correspondencia alguna entre dos hechos históricos que más bien se cruzarán impulsados por la inmoralidad de la fáctica razón oligarca. ¿Es posible conmemorar, con todo el simbolismo y recogimiento que se merece, a la peor tragedia que hemos vivido junto a un artefacto jurídico espurio y redactado por una clase política que, de manera considerable, es el engendro de esa misma tragedia?
A esta farra incestuosa habría que sumarle un tercer elemento, y es que todo se dará en el contexto del gobierno, supuestamente, más refundacional y de izquierda que hemos tenido desde la llegada de la democracia (y si nos ponemos finos, desde Allende). Gobierno que ha sido incapaz de crear un relato que enfrente a la derecha –levantando monumentos a expresidentes golpistas en la fachada de La Moneda, por ejemplo– y que más bien la ha dejado ganar cada round; y que cuando hubo que pelearla en serio quien se puso los guantes fue la tan defenestrada Concertación y sus 30 mañosos años que, seamos francos, lo ha salvado del nocaut en varias pasadas. Al mismo tiempo, hablamos de un Presidente que, en esta ausencia de retórica visible y conceptualmente densa, ha ritualizado al perdón como mecanismo de reacción política frente a cada uno de los sucesivos errores que se ha despachado junto al equipo que lo acompaña. Por lo tanto, de izquierda o nueva izquierda poco, de refundacional nada y de permutas mucho.
La ecuación del incesto queda formulada, pues, de la siguiente manera: conmemoración de los 50 años + promulgación de la nueva Constitución + gobierno de Gabriel Boric = ilegitimidad, reproducción de lo mismo, concesión típica y restauración conservadora cíclica.
Ahora, lo que sí podría tener sentido es pensar que los 50 años son, también, la celebración de la criatura neoliberal. Sabemos que el modelo entra en régimen después del 73, pero igual estamos claros que este es el año en que el metabolismo chicagista comienza a inseminar progresivamente a la sociedad chilena. Entonces, que se festeje la promulgación de una Constitución hecha sin el pueblo junto con las bodas de oro del neoliberalismo, sí es algo que tiene racionalidad y justificaría el bacilón de los mercaderes que tirarán el templo por la ventana. ¡Qué espléndida casualidad histórica! Suerte que los 50 años que celebran la desintegración de la democracia chilena sean coronados con un documento que viene a poner las guirnaldas al mégane à trois entre civiles, militares y empresarios (Tomás Moulian), y que se morfaron a la carta a un país y a una historia entera.
Todo mientras el pulverizado pueblo, sometido a punta de tanques y de mercadeo, se autoconvencía y autoconvence, una vez más, que su aporte al relato grande no es otro que el de ser carne de cañón y masa disponible de cara, primero, a las imposiciones de una dictadura brutal y, después, a la administración democrática de la herencia pinochetista representada por una clase político-económica que no claudica, que no da cuartel cuando el pueblo, en su desfachatez soberana, se les retoba.
La Constitución que se persigue aprobar no será motivo de orgullo alguno ni enciende la antorcha de ninguna esperanza; por el contrario, es la ratificación del canon chileno, del régimen largo. No tenemos tampoco un gobierno que pueda frenar la fuerza gigantesca de una sistema completo y sedimentado que, por mucho, lo excede y que no es capaz de enfrentar ni menos monitorear.
Lo que sí podemos hacer es activar la dignidad siempre incombustible recordando a nuestros/as muertos/as y desaparecidos/as; hacerles justicia y enmendar las tan necesarias liturgias que, en su ritualismo, generan significados y nos conceden comunidad. Hay que recuperarse en cada gesto dando cuenta de que nada está olvidado y que el “nunca más” es para siempre. Desparramarse en las calles, en las universidades, en los medios, en fin, en cada recodo que habilite nuestra querella. Rearmarse en la estética siempre limpia de la memoria no ecologizada y no dejar pasar un año que, aun atravesado por el incesto y la inmoralidad, no deja de ser el de los y las mártires que dieron sus vidas, sus ojos y toda la dignidad del mundo por resistir y transformar.
Esta es nuestra conmemoración y nuestra victoria (quizás la única posible).
Javier Agüero Águila - Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.