por Claudio Alvarado Lincopi y Martín Llancaman 27 septiembre, 2022 – EL MOSTRADOR
Pensar que las derrotas deben ser gestionadas mediante silencios o endureciendo posiciones suele conducir a cometer los mismos errores. Por eso, en el actual debate por un acuerdo político para la continuación del proceso constituyente, es vital la autocrítica para seguir. Pasada la euforia e intensidad propia de cada jornada electoral es sin duda necesario ganar profundidad en comprender las dinámicas de la Convención, su relación con la ciudadanía y la compleja imagen que dan de Chile los resultados del plebiscito. Cabe decir, que un ejercicio responsable de balance es propio de las sociedades democráticas y en particular de la sociedad mapuche, la cual, por siglos, ha sabido reinterpretar su lugar en la historia construyendo posiciones que han asegurado su continuidad como pueblo.
Ahora bien, antes de adentrarnos en la dimensión urgente del debate actual, es importante sostener una idea previa que, dada la magnitud de la derrota electoral, queda a momentos obnubilada: es imposible desconocer que hace dos años atravesamos una discusión pública que como nunca ha ubicado la cuestión indígena en una posición relevante para la construcción democrática de nuestro país. Esto no es poco, ya que por décadas el “tema mapuche”, y el “tema indígena” en general, había quedado bajo el parangón de la seguridad pública o de la pobreza, desconociendo la dimensión política de la conflictividad. Hoy, el escenario de la discusión sigue siendo favorable para producir soluciones de envergadura; soltar ese ánimo sería suicida para quienes aspiramos a construir una democracia más sólida y duradera.
Dicho lo anterior, veamos algunos elementos de las autocríticas y críticas necesarias para analizar el proceso de la primera Convención Constitucional. En primer lugar, la falta de instrumentos políticos indígenas. Es un hecho que existe una brecha entre quienes fueron representantes en la CC de los pueblos indígenas y las bases comunitarias y territoriales, tanto del mundo rural como urbano y que ello explica en parte los resultados del 4 de septiembre en comunas de alto porcentaje indígena. La primera interpretación sobre esto ha recaído en una suerte de intelectualización del proceso. Desde nuestro punto de vista, el eje de esta autocrítica no debe situarse en la supuesta elitización del proceso, sino más bien en la falta de instrumentos políticos donde se articulen los procesos organizativos y territoriales con las disputas políticas institucionales y democráticas. Sin la consolidación de esas orgánicas no escapamos de los errores y limitaciones que tuvieron los escaños reservados tanto para comunicar sus avances en el proceso, como para promover y recoger la participación de las comunidades y asociaciones. En este sentido creemos que la convergencia de trayectorias comunitarias y el fortalecimiento de organización política es la tarea de primer orden de la vía político-democrática del movimiento mapuche.
Una muestra de que es parcial la tesis que señala al proceso y a los escaños como élite intelectual, es que los avances propuestos por los convencionales indígenas -y en particular mapuche- en materia de, tierras, reconocimiento, autodeterminación, derechos sociales y derechos de participación política eran precisamente las demandas que han acompañado al movimiento mapuche en los últimos cuarenta años. Ese lenguaje y ese abanico de exigencias aún no logradas no es en ningún modo producto de forzadas lecturas intelectuales sino ante todo una larga creación colectiva. En este sentido las y los convencionales representaron públicamente la tarea que se les mandató a través de su elección popular. Se debe agregar que esta responsabilidad y tarea en el caso mapuche además recayó visiblemente en liderazgos de mujeres, lo que sin duda refleja mejor la composición de las actuales dinámicas comunitaria mapuche. En esas condiciones señalar privilegio o elitización como principal diagnóstico es a nuestro juicio una lectura superficial y rápida, más aún cuando esa crítica surge solo después del plebiscito. Las razones entonces para la brecha entre Convención y electorado indígena hay que articularlas en profundidad desde otras claves.
Un factor con mayor poder explicativo sobre la distancia producida es que al menos en temas indígenas se vio muchas veces un proceso encerrado en sí mismo y un texto con ambigüedades. A la luz de los hechos es evidente que las fuerzas que promovieron la construcción de comisiones específicas para discutir temas indígenas se encontraban en un craso error. Este elemento, junto con otros, encapsuló algunos debates como “temas indígenas”. Con mucho esfuerzo, algunos convencionales indígenas lograron acercar posiciones en comisiones transversales, logrando éxito en sus tratativas políticas, pero no solo era vital transversalizar la discusión indígena internamente en la Convención, sino que también era necesario salir del reducto en el debate público y volver materia de conversación las demandas propias de reconocimiento, territorio y representación. Bajo comisiones específicas, la tarea era cuesta arriba. Junto con lo anterior, en varios convencionales primó una idea profundamente esencialista sobre los pueblos indígenas, que no permitió abrir vasos comunicantes con la sociedad chilena en su conjunto.
Además, observando ya la redacción del texto, las tensiones internas de los escaños reservados jugaron una muy mala pasada, cuando al no ponerse de acuerdo en determinados temas las normas fueron edificadas con mucha ambigüedad, tal como fue el caso de la justicia indígena: sin indicaciones claras sobre sus límites e implementación transitoria, las aprehensiones existentes sobre pluralismo jurídico fueron presa fácil de campañas de desinformación y de difícil defensa ante la opinión pública. Cada vez que se encapsuló el debate indígena, se dificultó ver el total del desafío constituyente y todavía más, se perdieron oportunidades de construir puentes con los sentires que se encuentran más allá de cierto esencialismo indígena.
No está demás decir que lo anterior no era compartido por todos los escaños reservados y las disputas internas eran permanentes sobre estos puntos. Había quienes tenían menos ánimo de hacer política, no les interesaba convencer o persuadir, operaron desde convicciones sin lecturas abiertas sobre las correlaciones de fuerzas. Hubo otros que, si bien buscaron escuchar, tanto afuera como adentro de la CC, pero la escueta capacidad orgánica para lograr comunicar aquellos sentires volvió el ensimismamiento un camino no deseado pero real.
Adicionalmente a la luz del 4 de septiembre es claro que hubo una distancia entre las emergentes categorías y las significaciones culturales compartidas del país. Particularmente debemos hacernos cargo del concepto plurinacionalidad. No hubo un anclaje de esta categoría con las mayorías ciudadanas. Sobre este punto, es posible observar varias hipótesis, aunque faltan datos para consolidar cualquiera de ellas. En primer término, e inmediatamente posterior a la elección, algunas voces han dicho que el racismo jugó un papel importante en la oposición a lo plurinacional. Si bien compartimos en algún sentido esta lectura – pues la realidad del racismo ha sido conocida y vivida de sobra por diversas generaciones mapuche- la carencia principal es que no se hizo política cultural desde los movimientos indígenas, mucho menos desde las izquierdas, sobre la base de esta realidad. Faltó una política cultural de envergadura para luchar contra ese mal tan profundo; y esta tarea de largo plazo, otra vez, sin instrumentos y orgánicas políticas cohesionadas, resulta de una dificultad mayor.
Hay quienes, por otra parte, plantean que la plurinacionalidad es imposible en Chile dada su tradición cultural y política. Nos parece que estas aseveraciones terminan por fortalecer lo mismo que pretenden atacar, una visión de cultura esencialista y ensimismada. Nos negamos a creer que Chile en un futuro de mediana duración no pueda construirse como un país plurinacional, sobre todo porque los movimientos indígenas seguirán apelando a la idea de pueblo/nación para pensarse. Ahora bien, es evidente que, en torno a esto, ciertas figuras de la CC hicieron una mella profunda en términos del debate cultural: por ejemplo, cuando algunos convencionales pusieron en discusión el himno o la bandera nacional de Chile, lo que terminaron haciendo fue articular mediáticamente la plurinacionalidad con una crítica a elementos centrales de la chilenidad, cuando nunca fue la intención de quienes promovían seriamente lo plurinacional.
Sin una política cultural colectiva y transversal, la categoría de estado plurinacional que tenía como función hacer una distribución más participativa del poder terminó siendo identificada en los medios y en el sentido común como un ataque a la nacionalidad chilena y además como una suerte de fragmentación del estado unitario. Ese vínculo nunca se logró disociar mediáticamente y, por el contrario, con el impulso de fake news aquel mito no hizo más que consolidarse, al punto de que hubo quienes pensaron que la plurinacionalidad dividiría al país.
En la actualidad, y dada la herida que contiene el concepto de plurinacionalidad, somos de quienes consideran que debemos cambiar rápidamente de palabra en la disputa contingente. En particular, lo central de este debate es que cualquier reconocimiento de los pueblos indígenas no debe ser en ningún caso un mero reconocimiento simbólico o la simple folclorización multicultural: el desafío contemporáneo de mayor peso sigue siendo la distribución del poder político, la ampliación de la democracia, y las garantías públicas de derechos colectivos. Estos elementos son centrales, porque más allá de los términos políticos de convergencia -plurinacionalidad, reconocimiento, interculturalidad- lo importante para los años próximos es configurar una institucionalidad que abra cauces de participación indígena, con la finalidad de consolidar la vía democrática, sobre todo del movimiento mapuche, única opción para edificar un camino de paz en la solución del conflicto.
Finalmente, y en cuanto a la participación en votaciones es necesario agregar que desde las actorías indígenas tiene que existir una mejor planificación electoral. Al leer los resultados del plebiscito en regiones como Araucanía o Bío-Bío, es importante no perder de vista que la mayor distancia entre ambas opciones se corresponde también con aquellas comunas que tradicionalmente en escenarios de voto voluntario tenían los índices de participación más baja del país. Es decir que en comunas donde ganó ampliamente la opción de rechazar la propuesta de Nueva Constitución, como Curacautín (participación en plebiscito de entrada 28,2%) o Contulmo (participación plebiscito de entrada 34,7%) la cantidad de personas que nunca habían votado en una elección era mucho mayor.
En este sentido los nuevos votantes de comunas con altos índices de población indígena votaron proporcionalmente en términos similares al resto del país, donde se estima que al menos 2 de cada 3 votantes nuevos votaron rechazo. Si bien este no es el único factor -las condiciones de seguridad también lo son- es importante analizar rápido la heterogeneidad de los 62 puntos del rechazo a nivel nacional y no sacar conclusiones apresuradas como las vociferadas por el partido republicano ya a partir del 5 de septiembre que exigían reducir los escaños en distritos con amplias ventajas del rechazo u otras afirmaciones cuestionables como decir que el propio pueblo mapuche votó contra sus derechos. En este caso, uno de los primeros aprendizajes ha de ser que una mayor participación -tal como la que es promovida por el voto obligatorio- ha de ser acompañada por los movimientos sociales y partidos tradicionales con una mayor responsabilidad política y también desde el estado con mayores esfuerzos de difusión cívica. En el caso del movimiento mapuche hemos de aprender o recordar -porque hay una parte grande del movimiento que ya tiene larga experiencia en la lid electoral- que cada coyuntura en las urnas requiere de alianzas y esfuerzos orgánicos serios y que un movimiento más organizado y con bases más conectadas puede hacerle frente -y ya lo ha hecho- a las condiciones de desigualdad a la hora de votar, a las costosas campañas mediáticas y al poder que tradicionalmente ha tenido la derecha conservadora en regiones como Araucanía, Bío-Bío o Los Ríos.