Por Marisol Durán Santis – 07-10-2024 - El Ciudadano
La tendencia del sistema es que las instituciones públicas de educación superior del país se encuentran condenadas al autofinanciamiento y a una competencia desigual con las universidades privadas, las cuales –aunque parezca insólito– reciben mayor financiamiento estatal que las universidades del Estado.
La polémica en torno a la Universidad San Sebastián (USS) remite a una problemática de fondo: los componentes propios de una concepción de mercado de la educación superior que aún prevalecen en el sistema existente en Chile, como expresión de la pesada herencia del autoritarismo neoliberal en la materia.
De otro modo no se logra entender que se pretenda justificar las decisiones de esta Casa de Estudios en materia de remuneraciones por su naturaleza privada. Ello se contrapone con lo argumentado por los defensores del modelo en el período reciente, en el sentido de que la provisión mixta de educación no es incompatible con la calidad de “bien público” de la educación superior, lo que además explicaría que por imperativo jurídico sean instituciones sin fines de lucro.
En el caso de la Universidad San Sebastián, no se trata de una discusión teórica, pues como institución privada nada menos que el 45,5% de sus ingresos en 2023 provino de recursos estatales, como becas fiscales, el Crédito con Aval del Estado (CAE) y fondos concursables procedentes de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID). Más aún, cerca del 70 por ciento de los estudiantes de la USS financia su carrera con el CAE. Ello, conforme a un estudio de Fundación SOL en base a los estados financieros de la USS.
Estos hechos muestran la asimetría existente entre las instituciones privadas y públicas de educación superior, confirmando en los hechos lo que se ha denominado “educación de mercado”.
En efecto, compárese el 45,5 por ciento de financiamiento estatal que recibe la USS con el aproximadamente 42% en el caso de la Universidad de Chile. La tendencia del sistema es que las instituciones públicas de educación superior del país se encuentran condenadas al autofinanciamiento y a una competencia desigual con las universidades privadas, las cuales –aunque parezca insólito– reciben mayor financiamiento estatal que las universidades del Estado. Esto es más evidente, con brechas aún mayores, en el caso de las instituciones privadas que se acogen a la gratuidad.
La asimetría también se muestra en materia de control público y transparencia. Aunque una parte relevante de su financiamiento proviene de fondos públicos o avalados por el Estado, por su naturaleza privada las universidades de este carácter no tienen que responder al Estado y a su capacidad fiscalizadora. En cambio, las universidades estatales deben realizar su labor académica en medio de una pesada sobrerregulación, estando sometidas al control y/o fiscalización de la Contraloría General de la República, la Superintendencia de Educación Superior y hasta la Fiscalía Nacional Económica, entre otras entidades fiscales. También les resultan aplicables las normas de Administración del Estado en materia de la estructura de personal y remuneraciones.
Asimismo, las universidades públicas deben someterse al Consejo para la Transparencia, en el marco de las disposiciones de la Ley de Transparencia de la Función Pública y de Acceso a la Información de Administración del Estado, que entre otros asuntos impone a las Casas de Estudios publicar las remuneraciones de su personal, así como que sus autoridades y el personal de más altos ingresos declaren sus intereses y patrimonio.
En el caso de las universidades privadas no existe un estándar de rendición de cuentas y transparencia equivalentes, que sea coherente con el hecho de que parte importante de su financiamiento tiene origen estatal: es decir, el patrimonio de todas las chilenas y chilenos.
Por otro lado, las universidades públicas para realizar las adquisiciones necesarias para su funcionamiento deben hacerlo a través de los procedimientos e instrumentos propios de la Administración del Estado, particularmente las regulaciones de la Ley de Compras Públicas, así como otras disposiciones que invocan garantizar la transparencia y probidad. Como es obvio, las universidades privadas operan con la libertad discrecional y flexibilidad que ofrece la economía de mercado.
Por cierto, las universidades del Estado nunca han esgrimido el argumento de su autonomía para eximirse del cumplimiento de estas normas.
Uno de los efectos de aquello es el crecimiento constante y exponencial de la matrícula de las universidades privadas, lo que no es resultado necesariamente de que tengan una mejor oferta o gestión académicas, sino producto de esta competencia desigual. El caso de la USS es también un ejemplo pertinente: según datos de la Fundación SOL, aumentó su matrícula de 9.663 estudiantes en 2005 a 48.175 en 2023, un período en que recibió recursos CAE por más de $820.558 millones de pesos.
De todo ello, deviene un debate que debe ser enfrentado con la perspectiva de abrir un nuevo ciclo de modernización del sistema de educación superior, cuya naturaleza mixta no está en cuestionamiento. Sin embargo, se debe resolver el problema planteado. Todo indica que hay dos caminos. Una primera opción es que el Estado financie a sus instituciones de educación superior, y que las universidades privadas se financien con recursos privados, en coherencia con los criterios del libre mercado y la iniciativa privada.
La otra opción es que las instituciones privadas de educación que reciban fondos fiscales tengan normas de regulaciones y transparencia, incluyendo las remuneraciones, que sean equivalentes a las universidades estatales, como única forma de garantizar el interés público en el sistema. Ya no se sostiene más la desregulación absoluta del subsector de las universidades privadas y su asimetría respecto de las universidades del Estado de Chile. Esta coyuntura representa una oportunidad para dar un salto adelante en materia de control, regulaciones y transparencia en el conjunto de las instituciones de educación superior.
He ahí el desafío estructural y de fondo: transparencia y garantías de probidad para todo el sistema.
Por Marisol Durán Santis
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