Durante estos cinco años la distancia con las elites políticas y económicas no disminuyó, se incrementó, y aunque permanezca disimulada por las urgencias en torno a la seguridad, esa brecha no deja de profundizarse, tal como el desprestigio en las instituciones.
El 23 de octubre de 2019 el presidente Sebastián Piñera concedió una entrevista a BBC News. En esa entrevista el mandatario reconoció que la crisis que atravesaba el país era producto de un hastío generalizado frente a los abusos, la desigualdad de ingresos y otras demandas insatisfechas: “es verdad que los problemas se acumulaban desde hace muchas décadas y que los distintos gobiernos no fueron ni fuimos capaces de reconocer esta situación en toda su magnitud”, dijo el mandatario.
Cinco años más tarde su sector ha olvidado convenientemente no sólo la entrevista del fallecido presidente, sino las declaraciones de dirigentes políticos y empresarios que durante un breve tiempo reconocieron que había un descontento real que ellos no habían sido capaces de comprender.
La tesis inicial del gobierno de ese entonces postulaba que lo sucedido a partir del 18 de octubre de 2019 había sido algo planificado por un grupo o varios y que estábamos en guerra. No hubo evidencia de que fuera así, los informes de inteligencia chapuceros que intentaron esbozar un complot eran ridículos. Lo que se desprendía de las palabras del expresidente en la entrevista de la BBC es que hubo un momento en que el gobierno dejó de pensar en confabulaciones y consideró el estallido como
la consecuencia de un fenómeno desatendido por la elite política y ninguneado por la elite económica: los chilenos y chilenas exigían cambios. Luego vino la pandemia, el encierro, el doble fracaso constituyente, la crisis migratoria y la de seguridad. Durante esa ventana de tiempo, envalentonada por el triunfo del Rechazo en septiembre de 2022, gran parte de la derecha decidió retractarse, desentender las demandas de cambio y combinar estado de negación con el uso selectivo de los hechos: lo ocurrido fue solo un arrebato delictivo, dirían. Desde los escaños de un parlamento hostil al gobierno, la oposición olvidó hablar de las reformas que en un momento prometió.
Pedir que la ciudadanía se exprese a favor o en contra del estallido, tal como lo hacen algunas encuestas, es como pedirle a alguien que explique su adhesión a la fiebre o su simpatía por un terremoto o por una estampida humana. No tiene sentido. En gran medida las discusiones que plantean quienes abrazan posiciones más conservadoras sitúan lo ocurrido en ese plano, restringiendo la posibilidad del diálogo franco sobre lo ocurrido y sobre el futuro del país, y dividiendo al mundo entre chilenos bien nacidos y otros que no merecen respeto. La imposición del relato que reduce lo ocurrido a un “estallido delictual” es un movimiento astuto, pero insostenible en el tiempo y peligroso a largo plazo, porque impide resolver un problema de convivencia pendiente.
Los últimos escándalos en torno al caso Audios, la trenza política y económica destapada a partir del peritaje del teléfono del abogado Luis Hermosilla y la hecatombe de la Corte Suprema no hacen más que seguir debilitando la credibilidad en las instituciones y ofreciéndole argumentos a la ciudadanía para alimentar la percepción extendida de que la igualdad frente a la justicia no es tal y que la desigualdad -en los ingresos, en el trato- no es un efecto colateral del sistema, sino su matriz de funcionamiento. La izquierda, en tanto, aun no logra encajar la derrota que supuso el fracaso constituyente, ni mirar de frente lo que ocurrió: el estallido pudo tener para muchos momentos conmovedores o terapéuticos, pero aunque cientos de miles de personas se movilizaran pacíficamente para demandar cambios justos, fue un periodo que atemorizó a otros tantos cientos de miles por la violencia que surgía en los bordes. Ignorar ese temor, romantizar la idea del “pueblo sabio” hasta el éxtasis, encapsularse con una lista interminable de ideales, acabó distanciando a la izquierda de una ciudadanía escéptica de los liderazgos tradicionales. Con una ingenuidad sublime el progresismo menospreció el poder histórico de sus adversarios para mantener las riendas del poder y confió en que Chile había cambiado, que se había movido hacia sus ideas, cuando la gran transformación era una creciente desafección por las normas de convivencia y por las autoridades institucionales, y un individualismo rabioso y desconfiado, que exige libertad y derechos para sí mismo al mismo tiempo que obediencia y castigo para el resto: con mi plata no te metas. Creo, además, que esto se verifica, de un modo doloroso, en la manera en que la opinión pública se ha olvidado de las personas muertas durante la revuelta y de quienes fueron mutilados por la represión policial.
James Robinson, el último premio Nobel de economía, dijo en una entrevista en El Diario Financiero: “el conflicto social es una llamada de atención porque todavía hay muchos elementos, déjeme decirlo, muy oligárquicos en la sociedad chilena”. El premio nobel añadió que “cualquier país exitoso enfrenta esos desafíos, de avanzar y construir instituciones para profundizar la inclusión”. Robinson hizo un diagnóstico coherente y respaldado por una obra laureada, sin embargo, el mero hecho de repetir sus palabras dentro de ciertos círculos de poder en la actualidad sería causal para ser calificado de “octubrista”, el mantra de moda para finalizar todos los debates pendientes.
Durante estos cinco años la distancia con las elites políticas y económicas no disminuyó, se incrementó, y aunque permanezca disimulada por las urgencias en torno a la seguridad, esa brecha no deja de profundizarse, tal como el desprestigio en las instituciones. El estallido no es algo del pasado, sino de un presente continuo que parece secuestrado por la irresponsabilidad de aquellos que suelen jactarse de su propia mesura para disimular una hipocresía altanera y violenta, y la inoperancia de una generación que prometió cambiarlo todo y solo ha logrado tropezar en el pantano de su soberbia.
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