Por: Lucio Cañete | 16.11.2024 – El desconcierto
Sobre el autor: Lucio Cañete - Académico del Departamento de Tecnologías Industriales de la Facultad Tecnológica de la Universidad de Santiago de Chile.
Dada la frecuencia con que fiscales, jueces, policías y otros empleados públicos son protagonistas de actos de corrupción, pese a que ellos mismos tienen la misión de controlar el comportamiento de los demás ciudadanos; emerge la clásica y universal pregunta: Who controls the controller? (¿Quién controla al controlador?)
Con la reciente ratificación como titular en el cargo de Contralora General de la República a quien fuera durante meses la subrogante, reflota el cuestionamiento de quién asegura de que esta alta funcionaria haga bien su trabajo. Considerando que dicha autoridad fue confirmada por los mismos a quien debe fiscalizar, esta inquietud es absolutamente legítima, más aún cuando la desconfianza del pueblo hacia las instituciones estatales sigue estando en el más bajo de los niveles.
En efecto, dada la frecuencia con que fiscales, jueces, policías y otros empleados públicos son protagonistas de actos de corrupción, pese a que ellos mismos tienen la misión de controlar el comportamiento de los demás ciudadanos; emerge la clásica y universal pregunta: Who controls the controller? (¿Quién controla al controlador?)
Esta cuestión es tan antigua como la civilización misma y de alguna manera ha sido abordada a lo largo de la historia de la Humanidad. Por ejemplo, en la República Romana dos cónsules eran elegidos para gobernar de forma conjunta. Esta institución tenía el propósito de evitar la concentración del poder en una sola persona ya que cada cónsul podía vetar las decisiones de su colega, presentando además la ventaja que el cargo duraba solo un año.
Luego de muchos siglos del debut de los cónsules en la Antigua Roma, en Chile algunos órganos de control siguen monopolizados, donde amplios poderes descansan por más de seis años en una sola persona, tal como el de Contralor y el de Fiscal Nacional.
Otra vieja institución destinada a controlar la función de miembros del Estado fue el ostracismo ateniense en la Antigua Grecia. Este sistema permitía a los ciudadanos emitir su voto en un fragmento de cerámica (ostraka) para desterrar a cualquier político que fuera considerado una amenaza al bien común de la polis.
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Pese a que esta consulta ciudadana se implementó en el siglo V a.C., aún en Chile no tenemos referéndum revocatorio para que el pueblo destituya a senadores corruptos, que duran en su cargo ocho años, y a otras autoridades que por largo período realizan mal su labor.
Tanto el consulado romano como el ostracismo ateniense tenían una función proactiva en el sentido de minimizar la probabilidad de ocurrencia de abusos de la autoridad, más que sancionar actuaciones ya realizadas. Esta postura preventiva también contrasta con la realidad chilena, donde aquí la institucionalidad reacciona, o pretende dar la sensación que así lo hace, únicamente ante la presión ciudadana cuando ya la corrupción es evidente.
Incluso esa reacción no es de tipo estructural, pues la misma élite que ostenta el poder continúa siendo la mediadora, manteniendo la suspicacia en la ciudadanía respecto del real compromiso que tienen dichas autoridades por la probidad y la eficiencia. Ante tal escenario no es necesario complejizar el aparato estatal con la implementación de un nuevo controlador que se encargue de controlar a los demás controladores, bastando que el control lo ejerza el pueblo.
Y para ello la historia también es rica en exitosos ejemplos de cómo el pueblo puede recuperar ese control que no ha ambicionado, o que sutilmente se le ha privado, historia que a la élite corrupta no le conviene que sea recordada.
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