“Y después en Santiago caí en un nido de masones, una mafia de masones, que es el Internado Barros Arana”, cuenta Nicanor Parra sobre su llegada a la capital en 1932, a los 17 años, en un capítulo angustiante de su biografía escrita por Rafael Gumucio (Nicanor Parra, rey y mendigo). Para Parra, joven de familia pobre proveniente de Chillán, las opciones en Santiago eran básicamente tres: el INBA, un internado católico o la calle.
¿Cómo pasamos de ese “nido de masones,” entonces una de las pocas opciones laicas de calidad para jóvenes de regiones con aspiraciones universitarias, a un liceo con 800 alumnos, donde el centro de apoderados respalda acciones que han dejado heridos al 5% de los estudiantes en el contexto de la fabricación de bombas incendiarias en horario de clases?
Entre todas las posibles causas que han mencionado columnistas e intelectuales en la última semana, hay una que ha quedado omitida: los masones y las élites mesocráticas abandonaron el INBA hace ya décadas, en un éxodo que se replicó en las grandes ciudades como Valparaíso, con familias trasladando a sus hijos a colegios particulares de Viña del Mar. ¿Qué motivó este éxodo?
Propongo una hipótesis: la causa subyacente es la misma que hace 92 años, cuando Nicanor llegó a Santiago. El natural arribismo de las clases emergentes, el deseo de pertenecer impulsa a los padres a acercar a sus hijos lo más posible a los colegios en los que las élites educan a los suyos, siguiendo una escala de precios que refleja la distancia entre ambos grupos. Así como un profesor escribió sobre Parra en su libro de clases “este niño manifiesta un ansia morbosa por sobresalir”, sobresalir, pertenecer e integrarse en la élite sigue siendo el móvil de las decisiones de las clases emergentes.
Si el móvil sigue siendo el mismo, entonces, ¿Qué cambió? ¿Qué explica la decadencia de la educación pública en el país?. La respuesta está en el mercado.
Hoy, las familias no eligen entre dos marcas de champú, sino entre setenta, en un rango de precios muy variado. El mercado educacional ha sufrido cambios igual de extremos: hiper segmentado, descremado y fragmentado. Si antes jóvenes como Parra tenían dos opciones, hoy tienen tantas como el precio que su familia pueda costear, donde un esfuerzo monetario adicional te aleja de aquel origen social al cual no deseas regresar. Ya no hay incentivo para quedarse en un liceo público; pertenecer a uno no garantiza ascenso social.
¿Hay evidencia de esta hipótesis? Sí y mucha: Patricio Aylwin, Jorge Pizarro, Pepe Auth, Sergio Muñoz, Julio Ponce Lerou, Carlos Cardoen, Carlos Massad, Reinaldo Solari estudiaron en el INBA. ¿Dónde matricularon a sus hijos? ¿Dónde estudiaron Carolina Tohá, Ricardo Lagos Weber y los líderes de la G90 y por qué sus padres tomaron esas decisiones? ¿Dónde eligieron sus padres matricular a los actuales líderes del Frente Amplio, como Tomás Vodanovic, Gonzalo Winter, Diego Ibáñez, Constanza Martínez? La respuesta es similar en todos los casos: colegios privados, ninguno público.
El INBA, como otros liceos emblemáticos (Instituto Nacional, Eduardo de la Barra en Valparaíso, Enrique Molina en Concepción), enfrenta hoy una enorme competencia y variedad de proyectos educativos que buscan atraer a quienes, como hace 100 años, sienten ese mismo anhelo de pertenecer a una élite.
Pasar por alto este fenómeno, ignorar este elefante en el living, cuando padres y madres llevan décadas ejecutando decisiones similares, me parece que desvía la atención hacia una de las causas más persistentes de la cultura: el ánimo de pertenecer.
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